Recuerdo con nostalgia y cariño aquellos días de la infancia en que se comían platos y aperitivos que durante el resto del año ni se olían. Los berberechos, el embutido a trocitos, el queso a tacos, los canapés de variados sabores.
Cuando la familia que vivía fuera de Barcelona viajaba para reunirse con nosotros. Aquellas esperas en el aeropuerto que entonces solo contaba con una terminal cuyas puertas automáticas me fascinaban.
Aquellos días de la primera televisión en color, una Telefunken “palcolor” que mis abuelos compraron y que se convirtió en un objeto de deseo al que apenas podíamos renunciar por unas horas. Con los colores intensos y casi artificiales, caras muy rojas como de escarlatina, azules imposibles, amarillos que herían la vista. Pero daba igual. Era un milagro.
Las películas navideñas de doblaje antiguo, cálidas, siempre aderezadas con temas musicales o canciones que hacían las delicias de la mayoría, sobre todo si las conocíamos y podíamos tararearlas.
La alegría efervescente por los regalos, paquetes con dibujos maravillosos que solo veíamos en aquellas fechas, lazos dorados o rojos enganchados al papel con etiquetas igual de vistosas. Mi oso panda que todavía hoy me acompaña en las noches de invierno.
Los villancicos coreados a pleno pulmón, panderetas de juguete, zambombas de cartón que acababan rotas, botella de anís y cuchara. Las risas, los chascarrillos, los productos de broma que asustaban o despertaban la hilaridad general.
Navidad, Navidad, dulce Navidad. Los turrones preceptivos, el blando, el duro y el de chocolate, sin inventos rarísimos que me ponen los pelos de punta nada más imaginarlos. Barquillos y polvorones. Y los mazapanes con sus figuras, tan bonitos, pero que nunca me han gustado.
Cualquier Navidad pasada fue mejor. Seguramente.
Os dejo con uno de los villancicos que más me gustan, el que hoy en día todavía me estremece. Feliz Navidad.