El secreto de Petunia (dedicado a los que adoran la saga de Harry Potter)

¡Atención! Lo que vais a leer es solo un ejercicio literario que consiste en traer al frente un personaje secundario y rellenarlo con algo inventado. Ocurre que, después de escribirlo, me apetece que lo leáis, y de paso dedicar un guiño a todos los seguidores, friquis, fans (fanes, según la RAE), amigos y enemigos de Harry Potter. Gracias a J.K. Rowling, aunque ella no lo sepa, por prestarme un ratito a la protagonista de mi relato. Ahí va mi ejercicio y mi homenaje.

Petunia guardaba un secreto en lo más hondo de su corazón, tan hondo que a menudo se le olvidaba, y entonces acababa comportándose tal como los demás la conocían. Con intención de cuidar las apariencias, se pasaba horas espiando a los vecinos, sobre todo las judías verdes de la señora Handler. Defendía sin capa y con el plumero las teorías que Vernon, siempre muy exaltado y a punto de romper la mesa de un puñetazo, esgrimía con profusión de exclamaciones y babas, acerca de la inmundicia que representaban los magos. Dar cobijo a uno de ellos bajo el propio techo de la familia Dursley ponía en franco peligro el honor que Petunia se veía en la obligación de salvaguardar. Así pues, acoger a su sobrino en casa, el hijo de su hermana Lily, suponía un desgaste emocional, y por supuesto también económico, que tenía que asumir refunfuñando, para disimular.

 

Sin embargo, siempre que le era posible durante los veranos que Harry pasaba con ellos, Petunia también lo espiaba, embelesada ante los pocos hechizos que conseguía vislumbrar, porque (y de eso se enteró por casualidad), hacer magia fuera del colegio siendo menor de edad estaba prohibidísimo. Aquel muchacho larguirucho con el pelo revuelto y una cicatriz en la frente exacerbaba todos sus anhelos. Era tanta la envidia que sentía que su única válvula de escape consistía en regañarlo de todas las maneras habidas y por haber. ¿Por qué Lily y Harry sí y ella y su Dudley no?

 

Petunia era una mujer huesuda y con cara de caballo, todo lo contrario de la fallecida Lily, tan hermosa, tan popular y tan maga. Jamás pudo perdonarle que por su sangre no corriera el don de la magia que adornaba a su hermana pequeña que, por si fuera poco, se casó con el atractivo James Potter. A Petunia, aunque no era consciente de ello, al menos hasta que en ocasiones la frustración la ponía al borde de la histeria, le quedó el bigotudo, corpulento (por no decir gordo), y cuellicorto Vernon, que encima odiaba a los magos con toda la potencia de su masa corporal.

 

Pero ahí no acababan todos los infortunios de Petunia. En el colmo de las desdichas, en el vértice de la pirámide de las desgracias, se hallaba la desventura de ser madre de Dudley. ¡Alabado fuera el Hacedor! Petunia siempre había soñado con una niñita vivaracha, de piel suave como la de una calabaza recién cosechada y ¿con qué se había encontrado? Pues con un hijo gordísimo, con al menos cinco papadas, rubio desteñido, ojillos de cerdito y una voz aflautada que horadaba el cerebro cuando protestaba a pulmón tendido. Todo el mundo en veintidós kilómetros a la redonda, excepto ella y, por supuesto, Vernon, sabía que Dudley era una criatura malcriada, consentida, inútil y con un coeficiente intelectual parecido al de la cucaracha que Petunia se esforzaba en aplastar. Adoraba a su angelito, y al igual que le ocurría con las apreciaciones acerca de su esposo, solo admitía los cientos de defectos de Dudley cuando su frustración estallaba por algún motivo.

 

Pues como íbamos diciendo, Petunia guardaba un secreto tan grande que por las noches, cuando se acostaba junto a su marido, sentía que no había espacio para los dos en la cama. Detestaba ser muggle y, lo peor de todo era que no comprendía dónde estaba el error, por qué su hermana Lily salió maga y ella no. Cuando recordaba la vez en que una lechuza se coló por la ventana con una carta igual a la que había recibido Harry, cuya destinataria no era ella, se ponía a llorar lágrimas de verdad. Aquel día lejano su vida dio tal vuelco que se mareó. Se dio cuenta de que su misiva de ingreso al colegio Howards debería haber llegado unos años antes y, por consiguiente, ya no había posibilidad de que aquel suceso tuviera lugar.

 

Fue por culpa de aquella fatalidad genética que, una mañana más, mientras su esposo estaba en el trabajo, Dudley roncaba sonoramente y Harry permanecía en la habitación, condenado a su encierro veraniego, Petunia se encaminó sigilosa hacia el cuartucho que había bajo la escalera. Allí mantenían a buen recaudo los bártulos que le requisaban a su sobrino: libros, caldero, varita y cualquier cosa que tuviera una mínima relación con el colegio. Con reverencia y, por qué no decirlo, bastante recelo mezclado con temor, Petunia agarró la varita y corrió a la cocina donde se encerró. No se resignaba a la idea de ser una muggle. Algo de magia debía de haber heredado, caramba, que para eso sus padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás ascendientes eran los mismos que los de Lily.

 

Sin reparar en que la ventana estaba abierta, Petunia se anudó el mantel de los días de fiesta al cuello a modo de capa, sujetó la varita con torpeza (a ver por qué tenían que hacerlas tan largas), cerró los ojos y gritó flojito la palabra que le había escuchado a su hermana en más de una ocasión, imaginando ya el chorro que brotaría del extremo de su artilugio mágico:

 

—¡Aguamenti!

 

La señora Handler que se disponía a regar sus judías miró escandalizada hacia la casa de los Dursley desde donde le llegaban los gritos de Petunia que parecía haberse vuelto loca, si bien no se diría que fueran exclamaciones de rabia sino de júbilo.

 

—¡Agua, agua! —chillaba su vecina como posesa.

 

Apartando la manguera de la trayectoria de la ventana de los Dursley, por la que se había encargado de que se colasen unas gotas, la señora Hanler se encogió de hombros con desprecio y giró la boquilla que regulaba la presión del chorro.

 

—Qué mujer tan exagerada, si solo ha sido un chorrito de agua… por cotilla.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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