El abuelillo paseaba con su mujer, ella en silla de ruedas, él arrastrando unas chanclas, despacito. Pregunté por la farmacia, desconocía el lugar, la ciudad, todo, solo unas pocas indicaciones acerca de su ubicación.
Se empeñó en acompañarme. Con cariño, le dijo a su esposa que esperase, echó el freno a la silla que quedó en el chaflán del primer cruce, entre sol y sombra. A una vecina que pasaba en ese momento le pidió que le hiciera compañía, que permaneciera con ella hasta su vuelta. La señora aceptó sin más, fuera lo que fuese que se dispusiese a hacer antes de la petición.
Con mi mano en su hombro, cruzamos la calle, anduvimos acera abajo. Las hojas de otoño crepitando en el suelo. La farmacia estaba mucho más lejos de lo que yo pensaba. El abuelillo me iba contando que su esposa tenía Parkinson, que él hacía lo que buenamente podía por ella, amor y tristeza en sus palabras. Poco a poco, despacito, arrastrando sus chanclas, iba desgranando para mí un pedazo de su día a día. Le pedí en más de una ocasión que regresara con su esposa, que ya encaminada, encontraría la farmacia sin problemas, pero se negó rotundamente.
Compré el jarabe que necesitaba y volvimos por donde habíamos venido. Despacito, arrastrando sus chanclas, una leve sonrisa en su voz, la alegría de ayudar en su tono, también un cierto respiro por darle a su cotidianidad un color diferente por unos minutos.
Llegamos donde esperaba su esposa con la vecina. Ambas sonrientes, reencontrándose con él como si llegase a casa después de haberse ausentado por cualquier motivo.
Allí dejé al abuelillo para seguir mi camino de vuelta, enternecida, y agradeciendo a la vida que todavía quede gente buena, tan buena que sus actos jamás tendrán titulares en las portadas.