Las llamas rugientes invaden el balcón. Lenguas vivas, monstruosas. En la calle, los curiosos, arracimados tras el cordón policial, vitorean al hombre que ha logrado descolgarse hasta el piso de abajo poniendo su vida a salvo, si bien muchos se sienten defraudados. No hay muertos, no hay heridos, con lo que el espectáculo parece inconcluso.
Pero ¿y él? Nadie se percata de su presencia. Por más que lo intenta, por más que salta no alcanza la parte superior de la baranda.
Ahora solo se oye el bramido del fuego. Sus gañidos se evaporan, se pierden como la esperanza que no conoce. Lo demás es silencio de humo a su alrededor. Presagio de ceniza y oscuridad.
El drama no ha terminado, y los mirones por fin se dan cuenta. A algunos no les importa el desenlace y se alejan. La mayoría late, vibra, sufre con él, grita pidiendo ayuda.
Asoma el hocico entre los barrotes. La temperatura es tan elevada que sus jadeos son suspiros de esparto. El suelo arde bajo sus patas y un calor insoportable lo envuelve como un abrigo.
Entonces, un clamor de aplausos se eleva desde la calle mientras unos brazos rematados por guantes lo recogen, lo libran del infierno abriendo un resquicio de vida con aire limpio. No encuentra piel expuesta pero, agradecido, cegado, lame un casco caliente y consigue menear el rabo.