El agente terminó de teclear la última respuesta del detenido. Escribía con estudiada lentitud con el propósito de alterar a aquel chico impávido. Detestaba a los tipos que se las daban de listos, los que contestaban con ese aire de indiferencia, como si se burlaran de él en sus narices. Se volvió hacia el chico y comenzó a tamborilear los dedos contra la superficie de la mesa.
—Así que no la conocías, pero sabes un montón de cosas sobre ella, ¿eh?
—Sí, agente.
—No tienes ni idea de su nombre ni de dónde vive, pero confiesas que estás al corriente de sus hábitos alimentarios, de los productos que usa para limpiar, de cómo viste y se peina y de que fuma…
—Sí, de la marca de compresas que utiliza, de que le gustan los chicles de regaliz, de que es celíaca, tiene un gato y debe de hacer algún deporte porque consume muchas bebidas isotónicas.
—Ya, ya veo. ¿Te das cuenta de que estás echándole la llave a tu celda?
—De lo que me doy cuenta, agente, es de que no me ha preguntado en qué trabajo.
—¿Acaso es relevante eso ahora mismo?
—Vaya que sí.
Mosqueado por aquel desliz imperdonable, el agente interrogó al detenido con la mirada.
—Soy cajero del supermercado donde compra la chica de la foto que usted me enseñó en la calle.