Tras treinta años de ausencia, Eugenio pisó por primera vez el pueblo que lo vio nacer. Se fue como emigrante a Alemania donde su existencia se mimetizó con la red ferroviaria a la que había dedicado buena parte de su vida. Una existencia trazada con líneas paralelas que jamás convergen.
Así transcurrieron sus días, acumulando meses y sumando años, entre raíles que nunca le condujeron a ninguna parte. Entre personas que pasaban y continuaban trayecto, la vista al frente, el horizonte definido, pero siempre ajenas, encajadas en una realidad que no rozaba la suya.
Por fin llegaba a su destino, fin de recorrido. Un paisaje cambiado, desconocido, el recuerdo de un pueblo que se adivina solo en las calles antiguas, en la plaza vieja.
Su madre lo esperaba. Eugenio se detuvo ante ella. La reconoció. Pese a los años inmisericordes de separación durante los que ni siquiera la había visto en fotografía, la reconoció.
Porque sus miradas sí convergieron.