Parir con dolor

Un día fui a una tienda atendida por un conocido. Con él estaba su hija, y en brazos de esta, la nieta de seis meses. Pedí tenerla en los míos, y su madre me complació sin problemas. Pero el abuelo puso mala cara, desconfiando de mi capacidad de poder sostener al bebé sin causarle ningún daño. Esta escena dará pie a dos reflexiones, y hoy os dejo la primera.

 

Para toda mujer que desea tener un hijo, saber que por fin ha quedado embarazada es una de las alegrías y emociones más intensas que existen (sobre todo si lo intentas durante dos años, que, fuera tópicos, hacer hijos no es tan bonito cuando acaba convirtiéndose en un ejercicio casi marcial).

 

Supe que estaba embarazada porque de repente un día mi perra guía comenzó a olfatearme con insistencia. Me sorprendió, pero ese detalle unido a mis sensaciones, corroboró la feliz noticia. Consulté más adelante este comportamiento y me dijeron que era normal en estos animales, que la revolución hormonal afecta al ph de la piel y su olor varía. Para mí también iba a ser un proceso donde tacto, olfato y gusto sufrirían cambios sustanciales.

 

De todos es sabido que estos sentidos se modifican, en algunas mujeres más, en otras menos. Pero para mí, que regirme por ellos es lo normal, las modificaciones me afectaron creo que de una forma si no especial, sí específica.

 

La intensidad con la que percibía olores desagradables me resultaba a menudo desconcertante e incluso me provocaban náuseas. Aromas que hasta entonces formaban parte de mi aura de bienestar se convirtieron en excesivos, casi insoportables, mi propia colonia, el café… Otros que me habían sido indiferentes, se colocaron a la cabeza de la nueva escala de preferencias, como el de un bolso que compré en una tienda india de Manhattan y que llevé durante todo ese período. Y el tacto… mi piel de repente pareció que tenía radares, mis manos despertaron como si a unos ojos miopes les colocas unas gafas y de súbito lo ven todo mucho más claro. Eso sí, para lo bueno y para lo malo, pues lo mismo me molestaba una caricia que el roce de una prenda.

 

Y el oído… Ignoro si a las demás mujeres les ocurre, pero en el silencio de la noche, los sonidos interiores de mi propio cuerpo me llegaban con nitidez, a veces hasta impedirme conciliar el sueño. El corazón, el constante movimiento de las tripas, y lo más maravilloso, el borboteo del líquido amniótico cuando el bebé, ya algo crecidito, andaba dando volteretas. La comunicación con mi cuerpo se transformó, tuve que adaptar la percepción de mí misma. No es lo mismo caminar con un barrigón que sin él, si iba con la perra casi no había diferencia, salvo la de no perder el equilibrio, pero llevar bastón es otro cantar pues éste como que no encuentra dónde ha de colocarse a causa del bulto de la tripa.

 

Por lo demás, todo transcurrió normalmente, entre ecografías donde la mayor emoción para mí era escuchar el corazón del bebé, compra de artilugios varios, ropita en cuya suavidad me recreaba, paseos, sueño, mucho sueño, cansancio, expectación, impaciencia… Hasta que llegó el día.

 

Me puse de parto poco después de medianoche sin grandes dolores. Tanto es así que cuando llegué a la clínica después de una previa revisión en el hospital más cercano (la clínica estaba a unos 30 Km. de casa) le pedí a la enfermera que hiciera el favor de no decirme que se trataba de una falsa alarma porque regresar sin más era un tostón. Seguro que me miró con cara de pensar que estaba loca. De todos modos no hizo falta porque no sólo estaba de parto sino que apenas tuvieron tiempo de prepararme y administrarme la famosa epidural.

 

Bueno, parir es casi siempre igual, sala de partos, una comadrona y a veces el especialista (en mi caso una mujer), una camilla que dicen que se inventaron los hombres para que su trabajo les resultase más cómodo, pero que es una tortura para la parturienta… Todo muy relajado y controlado en esa ocasión. Respira, aguanta el aire cuando te digan, suéltalo, jadea, puja, relájate, vuelta a empezar. De repente un grito. El llanto de mi hijo. “¿Qué ha pasado? ¿Ya está, es mi hijo?”. Nadie tuvo la delicadeza de informarme de que estaba a punto de nacer, ni siquiera el padre de la criatura. Mi hijo podía haber venido volando, balanceándose en un hatillo colgado del pico de la cigüeña, podrían haberlo sacado de un cesto de debajo de la camilla para entregármelo. Lo sé, suena crudo pero es la pura realidad. La dosis de epidural que me inyectaron fue tan alta que no sentí absolutamente nada, ningún dolor, ni una sensación, no me di cuenta del cuerpecito que me abandonaba… NADA. Me quedé anonadada. He de reconocer que tardé en experimentar la emoción del nacimiento, de la llegada de mi hijo, no me envolvió hasta que me lo pusieron encima y aún así fue demasiado tibia para lo que suele darse en estas ocasiones.

 

Esto me lleva a plantearme algo. ¿Activa el dolor parte del mecanismo que pone en marcha nuestra reacción maternal? En el caso de mujeres videntes que pueden seguir el proceso supongo que esta faceta queda de algún modo suplida por la información que se recibe a través de la vista. Es sabido que una cesárea retarda la subida de la leche, por ejemplo, a nivel hormonal está claro que el parto natural es el que desencadena las reacciones físicas necesarias. Pero… ¿y la parte emocional? ¿Es casualidad que el bebé no acabara de prenderse al pecho y que finalmente la lactancia fracasara? ¿Pueden la falta de estímulo visual y de tacto dificultar el proceso natural que permite la adaptación a la nueva situación? Cómo me gustaría que algún entendido en la materia pudiera responderme.

 

Puedo ofrecer la otra cara de la moneda. Cuatro años después nació mi segundo hijo. Además de que la anestesia epidural en ese tiempo mejoró considerablemente, en vistas de mi anterior experiencia, pedí que me administraran la dosis mínima para no sufrir demasiado, sin privarme de la conexión con mi propio cuerpo. El anestesista dio con el punto exacto.  Sentí el endurecimiento de mi vientre, toda la tensión de las contracciones, el alivio de cada relajación, mi interior abriéndose. El dolor de dar a luz. Mi hijo naciendo. Sí, ese momento increíble cuando de pronto el dolor cesa y sientes que algo cálido se escurre entre tus piernas… Me emocioné, lloré, la avalancha de sensaciones y sentimientos me arrasó, fui una unidad con el recién nacido. En cuanto lo colocaron encima de mí, buscó con su boquita mi pecho… ¡Y no se desprendió de él durante más de un año!

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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