Pasó un ángel

Para Ramón Yagüe Albesa. Con todo mi cariño hacia su recuerdo. Quizás alguna vez, yo tampoco supe comprenderle.

A Ramón le gustaban las cosas redondas, las que daban vueltas sobre sí mismas. Podía pasarse largos ratos sentado ante la televisión, cuando todavía existía la carta de ajuste, con aquellos numeritos que desfilaban hasta que la pantalla fundía a negro o revivía con todo tipo de imágenes. Frente a la lavadora, sus horas transcurrían contemplando el vaivén del tambor, aquel movimiento que cambiaba de sentido después de cada giro y que a él le fascinaba, como le fascinaban los engranajes que arrastraban las cintas en un radiocasete.

Ramón nació así, decían los vecinos. A su paso desgarbado, los murmullos crecían mientras índices sin escrúpulos ni sensibilidad lo señalaban. Porque, aunque su discapacidad psíquica había sido causada por un problema de incompatibilidad de grupos sanguíneos, lo habían clasificado desde siempre bajo la etiqueta de subnormal. Y aquella etiqueta dolía, a la familia le dolía pues Ramón vivía su normalidad, sin menoscabo de las capacidades a su alcance; dolía porque encerraba demasiada ignorancia y recelo, incluso, a veces, una compasión supersticiosa.

Ramón era un niño grande, un hombre niño que quería cariño y atención, que se esforzaba en hacerse comprender con sus interjecciones de cachorro. Conseguía pronunciar alguna palabra, el adorado nombre de su hermana, el apelativo universal para todas las madres, y oírselos parecía un milagro. Con sus abrazos desmañados, sin medida, excesivos de afecto desmadejado, sus besos húmedos, Ramón se abría hueco en los corazones cercanos.

A menudo cosechaba incomprensiones que después repicaban en el corazón de sus seres queridos como martillos de culpa. Esa culpa oscura empapada de lágrimas que se enquistan y moldean un remordimiento corrosivo. Recogía brotes de impaciencia, enojos inevitables que seguramente no entendía y que se volvían contra quienes los habían desencadenado.

A Ramón le costaba vestirse y asearse, pero a diario conquistaba parcelas de independencia. Le costaba comer, tragar se convertía en una tarea complicada, pero se enfrentaba a los trocitos de comida con la feliz inconsciencia de los actos mecánicos de las rutinas cotidianas. ¿Qué soñaría cuando caía dormido? ¿Qué imágenes nocturnas se deslizarían fuera de su mente cuando la madrugada le sorprendía paseando por la casa, buscando la complicidad de los suyos?

Ramón chillaba con las alegrías ajenas, sollozaba con las tristezas de los demás, amaba sin cortapisas, se enfadaba con las injusticias a su medida. Sí, porque una deficiencia psíquica no implica insensibilidad, como muchas personas parecen creer. Había fuertes sentimientos dentro de Ramón, emociones que a veces se desbordaban arrastrándolo por cauces tumultuosos que asustaban, pero que siempre encontraban un meandro donde remansar.

Porque había lagunas de paz en su vida, orillas donde recostarse a descansar, regazos donde acomodar las aflicciones que no encontraban la forma de expresarse. Sus mujeres amadas, madre, hermanas, dispuestas a acompañarlo en el arduo camino, retirando las piedras y apartando las espinas.

Ocurre que pese a todo, pese al amor y la protección, pese a los desvelos, hay un segundo en el devenir de las existencias que se escapa del tiempo que pretendemos otorgarle a la vida. Hubo un segundo así en la de Ramón, un instante de dolor en que no consiguió tragar un bocado de su desayuno, y aquella luz inocente se trasladó a otro plano sin apagarse. Hay luces que brillarán siempre, luces que abanderan una realidad que conviene no olvidar jamás.

Ramón no debía de saber que la Tierra también era redonda, que daba vueltas sobre sí misma y alrededor del Sol, pero ahora sí lo sabe, y permanece sentado al borde del horizonte para disfrutar de tan bello espectáculo.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

Los lectores piensan

  1. Un record tendre del Ramon i de la mort corprenedora que va tenir. Una abraçada molt sentida per tots i cadascun dels membres de la familia Yagüe Albesa.

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