De niña, no leía. Tenía cuentos suficientes, y en casa siempre hubo libros; pero, que yo recuerde, tampoco nadie los leía. Me limitaba a mirar las ilustraciones, las fotografías. Bueno, de vez en cuando me detenía en algún texto, y seguro que fui un poco más allá de los títulos. Me fascinaban las portadas, y todavía guardo en la memoria imágenes que me impactaron y a las que volvía una y otra vez como quien regresa a un santuario venerado. La terrorífica de tiburón, El Libro de la Selva, los cuentos de Andersen y los de los hermanos Grimm. Un hombre de las nieves en un libro de mi abuela, y no era de ficción sino de divulgación científica. Las viñetas de los tebeos y las fotos de las revistas. Aquel póster de Interviú a escondidas o las ilustraciones prohibidas de los coleccionables de Emmanuel, apilados en algún rincón de casa de mis abuelos (hallazgo que aún hoy me sorprende).
También sentía cierta predilección por las enciclopedias y los diccionarios. Abrir aquellos tomos enormes y verdes de la enciclopedia Durban por una página al azar era una experiencia casi mística, sobre todo si daba con las láminas transparentes donde se recreaban esquemas de mecánica, cartografía, fisiología etcétera que, al superponerlas, mostraban diversas facetas de un mismo dibujo. Tenía siete u ocho años cuando el propietario de la empresa Corberó, donde trabajaba mi padre, me regaló Mi Primer Sopena, un diccionario ilustrado que todavía conservo. Curiosamente, ahora que lo rememoro, su lomo era verde también.
Debía de estar abonando el terreno. No leía, pero tocaba, miraba y ordenaba libros, incluso jugaba a venderlos en las tediosas tardes de verano.
La lectura me llegó sin leer, a través de la voz de mi padre mientras yo permanecía ingresada en un hospital con los ojos tapados. Tenía once años. No sé a quién se le ocurrió la idea, supongo que a él. Y creo que el primer libro fue La Vuelta al Mundo en 80 Días. Con aquella aventura de Verne comenzó una etapa que duraría unos tres o cuatro años. Mi padre, que nunca tuvo la costumbre de leer, se convirtió en lector para mí, y yo aprendí a amar la lectura gracias a él.
Hubo pocos títulos de literatura juvenil y creo que los recuerdo todos: Aventura en el Valle, Misterio en el Torreón del Duende, Puk y la Fierecilla y Puk en la Nieve. A partir de ahí, nos sumergimos en novelas para adultos a las que me aficioné irremediablemente. Los sábados por la mañana cogíamos la que tuviéramos entre manos en ese momento y nos íbamos al campo, al bosque o al pie de la magnífica torre del siglo X en cuyos escalones de entrada compartíamos las vivencias de todo tipo de personajes y todo tipo de historias.
Éxodo, de Leon Uris fue sin duda la que más profundamente me caló, tanto así que cada pocos años siento la necesidad de releerla. Y es que sólo tenía catorce años cuando me enfrenté a ese pedazo de historia novelada.
En aquella época comencé a devorar libros por mi cuenta. Leía todo cuanto veía disponible en el catálogo de obras en braille. Ahora, cuando lo pienso, alucino un poco porque creo que sería incapaz de soportar libros como, por ejemplo, En Busca del Tiempo Perdido de Proust, Viaje a la Alcarria de Cela o Sotilezas de Pereda. Pero aprender a leer, y no me refiero a lo que todos hicimos con cinco o seis años, implica darle la oportunidad a cualquier género y cualquier autor, tanto de ficción como de no ficción. Si tu parte del cerebro destinada a disfrutar de la lectura es virgen, has de alimentarla con toda la gama de nutrientes literarios a tu alcance. Luego ya decidirás los sabores y texturas que más te gustan, y aunque partas de esta premisa, siempre habrá un plato que de entrada descartaste porque odiabas sus ingredientes, pero un buen día descubrirás que una nueva combinación y proporción de los mismos te apasiona.