Veréis. Mientras pensaba cuál sería mi próxima lectura, me ha dado por recordar lo que hace años significaba poder leer. Os hablo de mis doce, trece años. Y quiero enlazar esto con la pregunta a modo de encuesta que veo a menudo en las redes acerca de si es aceptable abandonar o no una lectura comenzada. En la actualidad, nos parece que la oferta de libros accesibles es limitada. Por lo general, los únicos (y no digo que no sean importantes) problemas o dificultades para acceder a la lectura son o bien que una determinada novedad no aparezca en digital o bien que la persona usuaria ciega no pueda permitirse tener un dispositivo o adquirir dicha novedad por cuestiones económicas. Dejando esto de lado, el acceso a la lectura es a la práctica, casi tan amplio como el de cualquier lector.
Pero no, mi intención no es la de analizar el panorama editorial y el acceso a la lectura propiamente dichos sino recrearme en la comparativa y en el cambio que quizás lo que fue y lo que es ha generado en nosotros.
Antes, la forma de leer que no fuera escuchando la poca oferta en libros grabados en cintas de casete era la mucha menor oferta de libros transcritos al braille. Cuando me di cuenta de lo maravilloso que era leer, había llegado tarde a poder hacerlo con la vista. Por consiguiente, siempre que mis padres podían comprarme libros, repasaba como posesa el catálogo de los que la imprenta de la ONCE ponía a la venta. Alucinaríais de lo corto que era ese catálogo. Y no voy a hablar aquí, porque ya lo he hecho alguna vez, de aquellos libros de biblioteca: viejos, polvorientos, roídos.
Así que, ya me veis a mí a esa tierna edad, leyendo obras de Cervantes, Unamuno, Shakespeare, Dostoievski, Galdós, Cela; incluso Freud, Azorín y muchos más autores clásicos, apenas ninguno moderno. No os creáis que lo entendía todo, ni mucho menos. Pero daba igual. El caso era leer. Una vez me quedé sin oferta y quise comprar un diccionario español-italiano, ´si, para leerlo, pero no sé qué pasó que no me lo pudieron servir.
En esta coyuntura, dejar un libro a medias aunque no me gustara era impensable. Seguía leyendo, seguía adelante cual apisonadora, tragando terreno entre montones de pedruscos que convertían muchas lecturas en auténticas proezas. Y no solo eso, no. Muchos de esos libros los leía dos o tres veces, no diré los más infumables, pero sí los que de algún modo me despertaban el gusto o el interés.
Cuando creció la oferta, también me costaba abandonar una lectura, supongo que tenía muy arraigado que los libros había que terminarlos fuera como fuese. tuvieron que pasar años hasta que realmente me di cuenta de que cada vez había más opciones, más títulos al alcance, que no me los iba a terminar y, solo entonces, comencé a descartar las lecturas que me aburrían, que no me atrapaban o que me dejaban indiferente.
Hoy en día, esta práctica no me duele en absoluto. No hay vidas suficientes para leer todo lo que nos gustaría, por tanto, ¿qué sentido tiene desperdiciar horas en algo que nos disgusta? Y que a mí me disguste no significa que a otro no pueda gustarle, eso es evidente, o viceversa, la obviedad cae por su propio peso. Así que leer para mí es una actividad orgánica, que pulsa según pulsan mis emociones, mis sentimientos, incluso mi estado físico.
También me ha ocurrido lo contrario: que tenga que dejar un libro que me llama mucho la atención porque, no sé, porque no me gusta la voz del lector de un audiolibro o me exaspera su forma de leer. Pero ni siquiera eso es ya un obstáculo insalvable. Siempre se puede buscar en otro formato y volver a intentarlo.
¿Y vosotros? ¿Sois de los que llegáis al final de una lectura contra viento y marea o preferís dejarla para sumergiros en una nueva promesa?