Un lunes cualquiera, Ezequiel salió contento de casa. Compró el pan, saludó a los transeúntes y acarició a un perro abandonado. Como le sobraban unos minutos, se sentó en un banco y disfrutó del sol.
Tres horas más tarde, dispuesto a regresar, se puso en pie, miró confundido alrededor y, olvidando la barra integral, echó a andar, indeciso.
Caminó un buen rato sin reconocer su entorno. Con espanto, desorientado, preguntó por su propia dirección. Con más rudeza que amabilidad, le indicaron que debía dar la vuelta y cruzar cuatro calles.
Arrastrando el dolor de huesos, Ezequiel desanduvo todo el camino. Cuatro calles eran cuatro cruces. Uno…, dos… tres… Se detuvo. ¿Había contado dos o tres?
—Dos…
Tres… cuatro. Dobló la esquina, victorioso y exhausto. Pero su casa no estaba allí.
Y Ezequiel lloró.