El fenómeno fans… y lo que un padre es capaz de hacer (II)

Esta es la parte más personal, la que se adentra en el recuerdo añorado y tierno de mi padre. En la ternura que me produce lo que era capaz de hacer por mí.

Corría el mes de agosto de 1979. Debía de ser un verano como todos, en esencia, caluroso, desprovisto de obligaciones, mi segundo verano como niña ciega que vivía a tope todo lo que se le ponía por delante. También mi locura por Camilo Sesto. Si no me sabía de memoria al menos dos tercios de su discografía, poco faltaba. Montones de canciones cuyas letras a veces ni siquiera terminaba de comprender. Pues en este contexto, supongo que a través del club de fans, me enteré de que mi ídolo actuaba en el palacio de deportes de Olot, una ciudad de la provincia de Girona.

No recuerdo los prolegómenos de la historia, aunque los imagino. Pedir, suplicar, no mucho, seguro, convencer a mis padres para que me llevaran. Y lo conseguí. Y además, también conseguí, o conseguimos, que mi amiga Pepi se viniera con nosotros. Emoción, nervios, esa ebullición adolescente que nos hacía vibrar, esa anticipación llena de una ilusión alocada.

Y allá nos fuimos, creo que era un sábado. Puesto que el recital era por la tarde, salimos de mañana. Me acuerdo que vestía un peto azul de algodón de pantalón largo, y una camiseta blanca con un dibujo en negro con letras. Y mis flamantes Kelme negras y amarillas. Paramos a comer a un lado de la carretera, bajo unos árboles. He olvidado el menú, pero no me extrañaría nada que fuera tortilla de patatas y escalopa.

Y aquí comienza lo bueno. Llegamos muy temprano al palacio de deportes. Entramos por una puerta no sé si lateral o trasera, al menos sé que no era la principal. Mi madre y nosotras dos nos sentamos en un banco de madera, el típico banco de los vestuarios de los gimnasios. Y mi padre… sin habernos comunicado previamente sus intenciones, se fue en busca de los trabajadores del palacio y de los del equipo de Camilo Sesto, que ya andaban por allí montándolo todo, y ni corto ni perezoso les dijo que era primo del cantante, que había ido con su hija y una amiguita que tenían mucha ilusión por conocerlo. Madre mía. Algún día hablaré de la discriminación positiva, recordádmelo. Mi único miedo era que le soltase aquella trola al mismísimo mánager de Camilo, un tal Manolo Sánchez, o a otro tal Felipe Argüelles, que ahora no sé qué representaba, no sé si era el director de la discográfica. Aquellos minutos de espera fueron una mezcla de incredulidad por nuestra parte, temor de que se levantara la liebre y una ilusión efervescente al comprender que íbamos a ver cumplido nuestro sueño. Mi madre trinaba, mi padre se paseaba arriba y abajo mirando esto y lo otro como el buen oficial de mantenimiento que fue, como si quisiera asegurarse de que todo estaba correcto y en perfecto estado. Y todo el mundo lo dejaba hacer y creía en él.

Y llegó Camilo, en su Mercedes, con su mánager. Mi padre salió a la calle a esperarlo, le abrió la puerta del coche, le echó el brazo a los hombros y le contó la verdad. El cantante reaccionó estupendamente, ni se enfadó ni se molestó. Se metió en el palacio, nos saludó y permitió que entráramos a ver el ensayo. Es curioso que este primer encuentro casi lo tengo olvidado, no guardo muchas sensaciones al respecto. Sí sé que luego nos acercamos al escenario, ribeteado de claveles que Camilo nos obsequió, supongo que también a Pepi, clavel que albergaba un par de besos, uno de él y uno mío, y que guardé muchísimos años junto a su autógrafo. El otro día, rebuscando, constaté que he perdido la agenda donde atesoraba su dedicatoria y el clavel, que pensaba que se habría desintegrado, pero es que el sitio donde yo lo buscaba no era el sitio donde lo guardé todo este tiempo.

Y pasó el concierto. Cantando con el alma en los labios, gritando, aplaudiendo, felicidad en su máxima expresión.

Esta parte yo la recuerdo de una forma y mi amiga de otra. Yo diría que fue antes del concierto cuando ocurrió lo que ahora os cuento, y que luego ella ya no pudo disfrutar tanto como lo hice yo. Ella está segura de que fue al concluir, así que lo contaré según su versión. Sea antes o después, no sé quién, de nuevo mi padre, supongo, pidió a algún mandamás que nos dejara entrar al camerino para estar un poco más con Camilo y para despedirnos, me imagino. Y aquí la crueldad. Por lo visto alguien consideró que el cantante estaba muy cansado, y a saber en atención a qué extraña lógica, solo permitió que entrara una de nosotras. Y fui yo. Ya me diréis qué importaba que entrásemos las dos, como si Camilo tuviera que cogernos en brazos o algo así. Era un camerino muy pequeño, pero ni por esas. Camilo me tomó ambas manos. Recuerdo el tacto de su camisa, de seda, supongo. Tenía una voz preciosa, cálida, y las manos suaves. No sé nada más. Sus palabras se han borrado de mi memoria, solo conservo las sensaciones, esa emoción, ese cosquilleo por dentro. Y su calidez humana.

Tampoco recuerdo nada de la vuelta. Y entonces no fui consciente de lo mal que se había quedado mi pobre Pepi, que creo que se hinchó de llorar. El egoísmo de la niñez, no me digáis. No me di ni cuenta creo de su decepción y su tristeza puesto que yo había recibido mi maravilloso regalo. Cuando lo pienso ahora, cuando lo hablamos, me sabe tan mal que si pudiera retroceder en el tiempo tal como soy, me atrevo a decir que la dejaría entrar a ella para resarcirla de ese desencanto tan grande. Pobre mía.

Y esta es la historia de dos adolescentes, pero también la de un padre que por su hija iría al fin del firmamento y volvería con un saco lleno de estrellas.

Y también un microscópico instante en la vida de un mito en España para miles, millones de personas en parte del mundo, un instante que no sé si él rememoraría a lo largo de su vida. Hoy, 8 de septiembre de 2019, actualizo esta entrada en homenaje a mi ídolo de adolescencia, muerto esta madrugada a la edad de 72, casi 73 años. Fue un privilegio conocerle.

Una de mis canciones preferidas, Todo por nada.

Fotografía de Camilo Sesto.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

Los lectores piensan

  1. Ay, sí, qué discriminada me sentí y cuánto lloré por quedarme afuera mientras tú podías despedirte de él, después de su concierto. Estaría agotado, pero había tan poca diferencia entre dejar entrar a una o a dos… Sin embargo, a pesar de esta gran decepción, recuerdo con mucho cariño aquel día tan emocionante de mi adolescencia, aquel gesto de tu padre, maravilloso hombre dispuesto a hacer lo que fuera para que su hija fuera feliz y el compañerismo de tu madre que, aun siendo más cautelosa y terrenal, lo acompañaba en todo lo que él emprendiera.

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