La Torre Roja se alza en lo alto de un cerro sin pretensiones, suficiente para elevarse sobre el río. No necesita más para intimidar al forastero, así como a quienes habitan bajo su influencia. La piedra bermeja con la que la construyeron habla de la sangre derramada por los canteros, del sufrimiento de las gentes a las que domina con su sola presencia.
Cuando me escapé por primera vez, ávida de aventuras, su sombra helada y ominosa emborronaba la calzada como si una mano gigante esparciera polvo de carbón para pintarla. Tenía doce años. Llegué a traspasar la poterna de caballerías. Nada más pisar la calzada, un gorrión cayó muerto a mis pies ensartado por un carámbano proveniente de ninguna parte. No sé si mis manos se mojaron por la flecha de hielo al deshacerse o por las primeras lágrimas con las que comencé a abonar mi rebeldía.