Los inicios no siempre son fáciles

Lo del braille en realidad fue sencillo, pero no todo resultó maravilloso. Después de quedarme ciega, tuve todo un verano para tratar de acostumbrarme a la nueva situación. Rescatamos un alfabeto braille de los que proporcionaba la obra social de la Caixa (entonces caja de pensiones para la vejez y de ahorros) del fondo de algún cajón, y comencé a aprender las letras de forma autodidacta. Eran sólo eso, letras, combinaciones de seis puntos que intentaba memorizar. Dibujitos bajo mis yemas. Pero un buen día, ¡clic! Se hizo la luz. Mis dedos se posaron sobre una palabra al pie de aquella página de papel grueso y el nombre de la ciudad de Barcelona tomó forma. ¡Sabía leer en braille! Fue fascinante, había logrado hacerme con aquel galimatías de puntos y a partir de entonces, con la ayuda de un director de agencia de la ONCE (el ya fallecido sr. Gabino) perfeccioné la lectura y la escritura.

Ah, no, no, fácil no era, qué lío tan grande era eso de pensar las letras al revés y escribir de derecha a izquierda. Sí, claro, el punzón agujerea el papel y el relieve queda del otro lado, así que hay que invertirlo todo para que al darle la vuelta a la hoja pueda leerse. Y ese sonidito característico de pajarito carpintero que en tantos embrollos me metió años más tarde en el instituto cuando los profesores se quedaban escuchando y preguntaban quién era el gracioso que se dedicaba a dar golpecitos. Esto los chavales de hoy en día no lo viven, pertrechados con sus aparatos informáticos que tanto han facilitado sus estudios.

Bueno pues nada, que había que volver al cole y creedme, hay una gran diferencia entre un colegio público de los años 70 y uno especial de la ONCE, ubicado en un viejo chalet y con tantos alumnos en total como los que pudiera haber en una de las clases a las que siempre había asistido.

Y comenzó la peripecia… siempre fui buena estudiante, bueno, en honor a la verdad, siempre fui una estudiante que nunca estudió, me bastaba escuchar en clase y ver las ilustraciones de los libros de texto para archivarlo todo. Y… de repente, Dios mío, ¿qué es esto? Libro de ciencias sociales, once volúmenes… Libro de matemáticas, seis volúmenes… ¡Un armario metálico lleno de volúmenes, una estantería completa por alumno! Esto no son libros, son ladrillos, ¡auténticos ladrillos! ¡Enormes, y cómo pesan! Páginas y más páginas de millones de puntos…

Imaginaos: Examen de ciencias naturales: te vas a casa jorobada por el peso de tres volúmenes, metidos en una bolsa (mejor sería un carro de la compra) y sabes que pasarás horas rozando puntos y más puntos hasta que se te irriten las yemas de los dedos… Uf, horror. Consecuencia: a la mitad del primer volumen desistes. Nunca has tenido que esforzarte así para estudiar, un libro sobre las rodillas, las manos y los hombros agarrotados por forzar la postura a la que no estás acostumbrada. Y lógico, suspendes. Nunca había cateado tantos exámenes, fue mi récord particular durante un semestre. ¡Qué frustrante!

Pero al final, como a casi todo, me habitué. Era un poco pronto para saber que aquellos puntos que tanto me habían fastidiado en el estudio abrirían para mí a no tardar el fascinante mundo de la lectura. Pronto adoraría aquellos pesados volúmenes que iban a acompañarme durante tantos años por el camino de la literatura. En breve sería yo la que disfrutaría de una larguísima estantería con decenas de volúmenes braille.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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