Luego tampoco fue tan fácil

Después de realizar los tres últimos cursos de EGB en la escuela de la ONCE, llegó el momento de reincorporarme a la enseñanza entre videntes. Actualmente, la integración de alumnos ciegos o deficientes visuales en escuelas e institutos “normales” (hago especial hincapié en las comillas) es una práctica totalmente habitual y extendida. Pero no era así a principios de los años 80. Cierto es que se tendía a ello, sin embargo, todavía se carecía de recursos y habilidades para que todo resultara fluido y natural.

Así que comencé primero de BUP con más miedo que otra cosa, sin saber cómo me iba a enfrentar al nuevo reto. El cambio a la secundaria suele ser algo que atemoriza al común de los niños y en mi caso la sensación se acrecentaba considerablemente. Conocía a algunos de los que iban a ser mis compañeros por haber asistido a unos campamentos de verano con ellos pero eso, aunque ayudaba un poco, no me bastaba para sentirme segura. Por consiguiente, mis primeros pasos en aquel mundo ruidoso y diferente fueron duros.

La disposición de las mesas en el aula, en filas de a uno, me hicieron sentir muy sola y vulnerable. Cuando saqué mi pauta y mi punzón y me puse a tomar apuntes, el rubor asolaba mis mejillas. Dios, en el silencio del aula, roto sólo por las explicaciones del profesor, aquello sonaba como una estampida de búfalos. Me quedé paralizada, incapaz de proseguir. Y aún peor fue cuando la profesora de matemáticas puso un ejercicio en la pizarra, cogió la lista y pronunció mi nombre. Quise que la tierra me tragara. Con algo que debía ser mi voz pero que no sé de dónde surgió le dije que yo no podía salir a escribir al encerado. Fui consciente de montones de pares de ojos fijos en mí, y me costó contener las lágrimas.

Esta escena no fue la única. Muchos profesores a lo largo de cuatro años no fueron convenientemente informados de mi ceguera y cometieron deslices conmigo que, aunque poco a poco dejaron de importarme tanto, siempre me escocieron. Siempre hubo quien me hizo sentir como un bicho raro. Algunos alumnos jamás me dirigieron la palabra y otros lo hicieron porque no tuvieron más remedio. Sé que en muchas ocasiones, las personas videntes no saben cómo relacionarse con nosotros, temen molestarnos o herirnos; pero también existe otro tipo de espécimen que simplemente pasa de esforzarse. Desde luego, conté con la ayuda y la amistad de otros, y sin ellos el bachillerato hubiese sido algo difícil de superar y muy duro de roer.

Se dieron varios fenómenos curiosos que paso a relataros. Casi la totalidad de mis exámenes la hacía de forma oral y, generalmente, minutos antes que el grueso de la clase. Mi prodigiosa memoria desarrollada a fin de sustituir las imágenes que tanto me habían ayudado cuando veía a la hora de estudiar, hizo de mí una alumna bastante brillante. Aprobaba todo con facilidad y sé que apenas nadie me tachaba de empollona. Tendríais que ver cómo muchos remolineaban a mi alrededor tras terminar los orales, tratando de averiguar las preguntas a fin de correr a repasarlas. No sé si los profesores tuvieron conciencia alguna vez de la jugarreta que me gastaban con eso. Yo me veía dividida de un modo casi cruel entre la lealtad hacia ellos y la necesidad de ganarme algún hueco entre mis compañeros, aunque fuera a fuerza de soplarles las preguntas de los exámenes. Nunca lo hice… y no os deseo esa sensación de estar traicionando a alguien.

Otro fenómeno era el de la discriminación positiva. Sinceramente he de decir que en aquellos días no me importaba, pero cuando lo pienso ahora comprendo que no me hacían ningún bien. Nadie puso objeciones a mi exención de la clase de educación física, cuando bien cierto es que con un poco de ayuda podía haberla realizado igual que los demás. Tuve un profesor de geografía que se olvidaba de examinarme, yo para él prácticamente no existía, y me aprobaba. Una extraña especie de profesora de matemáticas me examinaba también oralmente, pero yo sólo esbozaba a medias las respuestas y ella no exigía resultados así que me las ingenié para decir mucho y no decir nada, aunque no tuviera idea de lo que se me planteaba porque siempre fui una nulidad en la materia. O algunos libros que me permitieron no leer porque no estaban en braille…

Luego estaba el otro tipo de profesor, el que me ensalzaba ante los demás como si fuera yo una heroína lo cual me resultaba tremendamente bochornoso. Y aquel que justamente por ser ciega no me pasaba ni una y exigía de mí más que al resto. El que siempre olvidaba decir en voz alta lo que iba escribiendo en la pizarra y el que preguntaba constantemente si había tenido tiempo de anotar sus palabras. El que tenía que superar una insidiosa timidez para dirigirse a mí y el que me trataba como si pudiera ver, como una más.

Y bueno, caray, al fin y al cabo sí era una alumna más y no voy a sonrojarme al contaros que en alguna ocasión me aproveché de mis circunstancias. Algunos exámenes de literatura eran temáticos: “El Romanticismo”, por ejemplo, lo cual significaba que lo único que había que hacer era desarrollar el tema. En una ocasión lo llevé ya escrito de casa, guardado en mi carpetita de hojas en blanco. Durante la hora que nos daban de tiempo me limitaba a escribir cualquier cosa y luego sólo tenía que realizar el cambiazo. Perdón perdón, Teresa Barjau, sólo lo hice una vez, ¡y de todos modos me lo sabía! Y en mi descargo diré que fuiste una de las que me inculcó mucho de lo que hoy sé. No me enorgullezco de ello pero, ¿quién no ha copiado del vecino o de alguna chuleta? Pues yo también lo hice… Sólo que después tenía remordimientos.

En definitiva, guardo de esa época un recuerdo agridulce. Aprobé todo sin mayores problemas pero no disfruté, el esfuerzo fue siempre demasiado desproporcionado con relación a los momentos positivos. Todavía hoy tengo sueños en los que sigo estudiando COU a pesar de ser consciente en ese mismo acto de soñar que ya he estudiado y aprobado ese curso; y es un sueño desagradable. Y lo que también tengo de aquella época es una amiga, sólo una.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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