Con frecuencia, demasiada, moverse por Barcelona y, sobre todo en verano, cuando está a reventar de turistas, es de todo menos fácil y agradable. Entonces, lógico, nos quejamos. Me refiero a personas ciegas viandantes y, más difícil todavía: personas ciegas viandantes que no conocen apenas los lugares que pisan pero que deben acudir a algún sitio, por diversión o necesidad. Preguntar y que nadie te entienda o que nadie conozca o que nadie se detenga. Chocar con medio mundo en el proceso. Poca seguridad a la hora de saber si realmente vamos por donde hay que ir o si la calle que vamos a cruzar es la que queremos cruzar. Aunque hagamos uso de aplicaciones GPS, una ciudad saturada es un estrés.
Pero a veces, ocurre el milagro, como nos sucedió a una amiga y a mí el viernes pasado.
Puedo decir sin temor a equivocarme, que nunca había vivido una experiencia parecida. Personas dispuestas a echar una mano a cada intento de solicitar información o ayuda, no solo hablantes de nuestro idioma sino usuarios de cualquier otro, ya fuera expresándose en su lengua nativa o intentando hacerse entender en castellano o catalán. Alguien en casi todos los semáforos ofreciendo el brazo para cruzar. Guardias de seguridad apareciendo como setas en todas las estaciones de metro para acompañarnos hasta el mismo andén. Personal amable en cafeterías y restaurantes, y más amable y entregado en tiendas. Personas que se esperan a tu lado hasta que llega el autobús que hay que coger. Otras que se desplazan unos metros para leer en una placa en qué calle estás.
Quizá a algunas personas ciegas pueda parecerles agobiante este despliegue de solidaridad ciudadana, pero yo quiero romper una lanza a favor de una experiencia como la vivida. Justo es destacarla. Es fácil caer en la queja cuando las cosas van mal y, sin embargo, cuando resulta lo contrario, olvidarnos de agradecerlo. Así que, aquí queda mi humilde aportación.