Alberto se arrastró como pudo hasta acurrucarse en un rincón. Se cubrió la cabeza con los brazos, temeroso de que le llovieran más golpes, aunque la calle se había quedado silenciosa después de la paliza. No se atrevió a moverse más. Algo debía de tener roto porque respirar era un suplicio. Notaba la sangre resbalándole por la cara, y al menos dos dientes bailoteaban tras sus labios partidos.
Había perdido el móvil en la refriega. Pasarían horas hasta que alguien pudiera prestarle ayuda, no en vano aquel era un barrio solitario. Desde luego, sus tíos se preguntarían dónde demonios se había metido, pero no intentarían ponerse en contacto con él para hacer averiguaciones. Darían por sentado que se había olvidado del compromiso adquirido, que habría preferido irse por ahí de marcha con sus amigos.
Lo que peor llevaba en aquel momento, más que el dolor, más que el miedo ante lo incomprensible, ante la barbarie, era imaginar decepcionada y llorando a su primita. Una criatura tan maravillosa no se merecía algo así el día de su quinto aniversario.
Alberto sollozó, impotente. Él no había querido asustar a nadie. Tendría que haberse puesto el traje de payaso en casa de sus tíos.
Qué buena elección del tema en estos días. Lo curioso es que hayamos coincidido, de alguna forma, en el personaje 🙂
Un beso.