No sé muy bien cómo enfocar esta entrada, así que tiraré por lo sencillo y sincero. El día de mi 50 aniversario, este sábado pasado, fue uno de los mejores de mi vida en cuanto a celebración se refiere.
Hacía tiempo que tenía pensado hacer algo especial, un viaje, por ejemplo, irme a cualquier lado de fin de semana con dos o tres amigas. Pero, oh, casualidades, resulta que coincidía con el fin de semana de carnaval, y todo el mundo, que es muy fiestero, o la mayoría de mundo al que podía hacer proposiciones deshonestas, tenía compromisos. Además, no se me ocurre nada peor que emprender un viaje justo en carnavales. Pasé unos días en blanco, sin saber por dónde seguir planteándome algo.
Quizás algunos de vosotros os diréis, pues vaya cosa, celebrar los cincuenta, medio siglo, si uno ya va de capa caída… Qué sé yo. Para nada. cumplir ese medio siglo con cuya mención muchas personas pretenden chincharte, me pareció maravilloso. Pienso que es una edad estupenda para comenzar a replantearse algunas cosas, para ventilar los recovecos interiores y llevar a reciclar trastos emocionales inservibles. Por tanto, mi empeño en celebrarlo de forma especial, continuaba pinchándome.
Y se me ocurrió. Mi gente sabe que me apasionan los caballos. En otra vida, yo creo que además de ser un ente de la lluvia, tuve que ser por lo menos india o algo por el estilo. Lo dicho, me apasionan, me fascinan, siento una afinidad casi espiritual con ellos. Ojalá pudiera disfrutarlos en libertad, pero no tengo modo, así que me regalé una hora de un contacto estrecho con uno. Hablé con los responsables de la hípica el Rancho de Sitges y les comenté mi propósito. No quería recibir una clase de equitación propiamente dicha. Mi única pretensión, independientemente de que terminara montando, era disfrutar de la compañía del animal.
Y así fue como conocí a Pona, una yegua de ocho años, rubia, bueno, color marrón claro, con el hocico blanco y unas crines largas que ya las querría yo por melena. Nos presentó Elena, una de las chicas de la hípica, aunque yo diría que me basté sola para presentarme. Le mostré las palmas juntas y abiertas a Pona. Ella me olisqueó, resopló y me chupó tan feliz, y acto seguido restregó su cabeza contra mí. Es un mimo equino de mucho cuidado, porque si no te pilla con los pies bien asentados, puedes perder fácilmente el equilibrio. Creo que Elena se sorprendió un poquillo de que la yegua se enamorara (lo expresó así) en tan poco rato.
Aquí os muestro nuestro primer ratito juntas, aunque ya hacía unos minutos que nos conocíamos.
Después la cepillé a fondo, le puse el sudadero y el salvacruces, la montura, las cinchas y las riendas de paseo, y nos fuimos al circuito. Que por cierto, mientras la cepillaba, quería restregarse tanto conmigo que acabó pisándome. ¿Os podéis imaginar cómo es el pisotón de un caballo? Pero no pasó nada.
El viernes llovió mucho y estaba todo embarrado y con charcos, así que no se podía hacer gran cosa, máxime con una yegua tranquila y precavida a la que no le gusta demasiado pisar lodo. Pero con todo, Pona se avino dócilmente a pasear por el circuito, a hacer un eslalon entre conos de aprendizaje, incluso a trotar, ritmo que emprendí con la guía e indicaciones de Luis, el monitor que me acompañó en todo momento.
Supongo que cuando Luis vio que me manejaba decentemente, propuso salir hasta la pista de competición, una más larga y mejor preparada que absorbe el agua, y por allí me di unos paseos. Pero era tarde para Pona
y ella tenía ganas de volver a su casa. Por supuesto, aunque yo tuviera una hora contratada, no iba a desoír su necesidad de descanso, así que respeté su deseo de volver. Nos encaminamos de regreso al circuito, porque los caballos están acostumbrados a que el jinete descabalgue allí. Antes de desmontar me tumbé sobre su cuello y le di las gracias por aquel rato, le di un beso bajo las crines y salté al suelo.
Con las piernas temblonas y el atisbo de agujetas que tendría al día siguiente, me despedí de Pona, Luis y Elena, feliz de la vida.
Como curiosidad puedo contaros que en un principio ellos habían pensado que montara a Follón (menudo nombre, ¿eh?), pero el caballo ya estaba listo con todos sus arreos y prefirieron la opción de Pona para que hubiera mayor contacto. Pero lo que quiero explicaros es que Follón tiene 30 años. Los caballo suelen vivir de 20 a 25, así que es un veteranísimo. Lo bonito es que, por mucho que los de la hípica quieren llevarlo al campo para que descanse y esté más a gusto (el campo está en la misma finca, es un espacio abierto y sin cuadras), no lo consiguen. Follón se pone enfermo cada vez que lo intentan, y han de llevarlo de nuevo al lugar de trabajo para que los niños monten y reciban sus clases y sus passeos. Como cualquier humano, Follón quiere sentirse útil.
Si a este rato genial le añado la comida con la familia a mediodía y la cena con amigas en casa por la noche…, montones de wasaps, felicitaciones por Facebook, llamadas y regalos geniales y acertadísimos, todos, todos sin excepción… ¡qué más puedo pedir para iniciar mi medio siglo?
Bravo, Marta!! Empiezas muy bien la otra mitad de tu vida!!!
Excelente, Marta. Como ocurre a veces, cuando no sale lo planeado, sin duda saliste ganando con la experiencia singular y todo ese rato de intercambio. Conmovedor lo de Follón.
Encantada de verte por aquí. Sí, para que luego digan que los animales no tienen sentimientos. ¿Y qué demuestra lo de Follón, entre otros muchísimos ejemplos? Un abrazo.