Otras realidades

Hace un par de semanas un amigo lanzó un suspiro enorme vía Twitter, algo así como “qué jodido es decirle a alguien que nunca aprenderá a leer”. El comentario se abrió camino en mis recuerdos y se quedó ahí agazapado, gestando una reflexión. Por desgracia, temo que, según los requerimientos actuales de rentabilidad de recursos con los que nos acosan a todos desde arriba, restaría validez a mi experiencia. Por suerte, al menos para mí, creo que me importaría muy poco.

 

Tenía sólo diecinueve años cuando me ofrecieron mi primer trabajo, una sustitución de instructora braille para adultos, es decir, enseñar a leer y escribir en este sistema de lecto-escritura. Los niños aprenden en la escuela de ciegos (ahora también integrados en escuelas con otros niños), pero aquellos que pierden la vista con más de dieciocho años acuden de modo voluntario a clases específicas para ellos.

 

Yo había conocido y me había relacionado con compañeros de mi edad en el colegio de la ONCE pero, después de eso, mi contacto con personas ciegas se había reducido a los amigos que conservaba del paso por esos tres años de EGB. Sin embargo, a raíz de mi trabajo se abrió ante mí un mundo que desconocía por completo y que amplió mis fronteras con experiencias muy enriquecedoras.

 

No eran muchos los alumnos jóvenes que tenía. Estos habían sufrido algún tipo de accidente o estaban aquejados de enfermedades degenerativas en los ojos. En su mayoría, mis alumnos eran personas de más de sesenta años que habían quedado ciegas generalmente a causa de diabetes. Otros llevaban años sin ver, pero no se habían puesto en manos de los servicios de rehabilitación de la ONCE hasta hacía muy poco.

 

Llegaban a mí temerosos, con una total inseguridad en sus posibilidades, incrédulos acerca de su capacidad para aprender a leer con las manos. Eran personas que habían perdido esperanza, que se sentían indefensas, llenas de frustración. Por supuesto existían excepciones, pero me permito generalizar porque se trataba de la actitud común en ellos. A los dos días ya había comprendido que mi cometido no se iba a basar sólo en enseñarles sino que por encima de mi misión pedagógica, debería procurar insuflarles un hálito de alegría y confianza en sí mismos. De entrada, encontrarse con una maestra tan joven parecía gustar a todos. Muchos expresaban en voz alta que si yo era capaz de desempeñarme sin dificultades, quizá ellos también podrían hacerlo. Empezábamos las clases explicándonos cómo nos había ido el día anterior. Les daba así la oportunidad de desahogar sus preocupaciones y desalientos. Luego procedía a leerles algún relato breve, algún artículo de cualquier revista de contenido interesante. Esto despertaba en casi todos las ganas de poder hacerlo por sí mismos.

 

Conseguido un cierto ambiente de optimismo, me dedicaba a enseñar el alfabeto valiéndome de tablas de madera con agujeritos donde insertar unas piezas de plástico con cabeza redonda que iban conformando los puntos de las letras. A lo mejor el artilugio tiene un nombre, pero se me ha olvidado. Costaba, pero casi todos acababan memorizándolas y reconociéndolas. Otra cosa muy diferente era pasar a la lectura en el papel. Los diabéticos acaban perdiendo parte de su tacto y claro, leer braille con poco tacto es una tarea muy complicada, a veces casi imposible. Qué difícil resultaba para mí hacerles comprender sin traumatismos que probablemente nunca podrían leer con fluidez. Era un auténtico ejercicio de equilibrio para que no se desmoralizaran. No recuerdo ningún caso en que no lo consiguiera, lo cual me llenó siempre de una gran satisfacción, no por mí, sino por ellos. Seguramente muchos ya han muerto pero algunos todavía me llaman para felicitarme las navidades. Estoy convencida de que si mis jefes se hubieran enterado de que en las clases no siempre era braille lo que se hacía, habrían puesto el grito en algún cielo. No me importaba. El bienestar que sentían mis alumnos durante su hora de clase para mí no tenía precio, y nada me hubiese hecho cambiar de procedimiento ni actitud.

 

El abuelo músico de ochenta años cuyo objetivo era poder volver a leer partituras pero que jamás lo consiguió… Me lo llevaba al terminar el turno al aula de música y me sentaba a su lado en la banqueta del piano para escuchar cómo tocaba sin esa partitura añorada. Y él era feliz.

 

El tieso empresario de setenta y tantos para quien no poder leer ni escribir por sus medios era un descrédito… Junto a él en la mesa, dejaba que me leyera cualquier cosa para lo cual empleaba minutos interminables, infinitos.

 

Era enloquecedor, sinceramente, pero cuando al cabo de un milenio acababa de leer su párrafo del día, habida cuenta de que yo le había estado escuchando, él exultaba de alegría.

 

La abuela de sesenta que tras grandes esfuerzos consiguió aprender, y su dicha fue total cuando se marchó con un cuento bajo el brazo para leer a su nieto.

 

La muchacha sordo-ciega (sí, figuraos) que nunca se desempeñó muy bien pero que se alegró como con un gran logro cuando terminó su primera cartilla de lectura.

 

El joven químico que se había quemado los ojos y que acabó redirigiendo su rabia contra el mundo mundial hacia el reto de leer tan rápido como el que más y escribir más palabras que nadie por minuto.

 

Y tantos y tantos ejemplos que podría mencionar. Lo mejor de todo es que ellos aprendieron algo, pero a cambio yo aprendí muchísimo. Aprendí otras realidades en la ceguera. Aprendí la verdad del tan trillado dicho de que nunca es tarde. Aprendí la lengua de signos para poder comunicarme con mi alumna sordo-ciega. Aprendí paciencia y entereza, a decir lo que tanto temían oír, ofreciendo vías de escape para que no se sumieran en la desesperanza. Y aprendí sobre todo que un poco de cariño suple a menudo cualquier ímprobo esfuerzo por conseguir que los demás se vuelvan receptivos.

 

Lo malo es que muchos aprendizajes no perduran en nosotros, y el tiempo y las vivencias me han hecho perder parte de lo que atesoré en aquellos meses. De todos modos, gracias a cada uno de mis alumnos por ser a su vez mis maestros.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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