Hasta el día en que leyó la noticia en la aplicación de RTVE.ES para móviles, Elvira Cuadrado se sentía feliz con su trabajo en la oficina. Más que feliz, importante, porque nadie en su familia había trabajado nunca en una oficina. Y además no era una oficina cualquiera, sino la sede principal de uno de los laboratorios farmacéuticos más prestigiosos del país. Elvira se sentía importante y realizada, aunque su puesto de recepcionista quedaba tan abajo en la escala de categorías laborales como la planta donde se hallaba el vestíbulo, ocho pisos por debajo del despacho de dirección.
Su padre barría calles. Su madre sacaba a pasear a una anciana que vegetaba en una silla de ruedas. Su hermano mayor despachaba en una charcutería y el pequeño, en una ferretería. Y sus cuñadas eran amas de casa. Elvira se creía con el derecho a sentirse superior por haber llegado tan lejos con su graduado escolar.
En realidad, lo de recepcionista no era muy exacto: lo decía ella porque sonaba mejor que telefonista, con más enjundia. Su jornada de siete horas transcurría entre dígitos y pitidos dentro de un cubículo de apenas un metro y medio por uno. Desde allí podía ver el tránsito de personas entrando y saliendo, pero ella era invisible para los demás.
Y le daba igual. Elvira no tenía trato directo con nadie, pero conocía a todo el mundo. Se sabía de memoria cientos de extensiones, cientos de nombres y apellidos, cientos de voces. Lo que no estaba a su alcance era asociar imágenes a tan vasta información. Así que se las inventaba, o las repartía, adjudicándolas con la libertad incuestionable de su propio criterio. De este modo, la mujer alta con falda de tubo, tacones de aguja y gafas rojas de pasta era la griega Sofía Mercadeos, la directora de márquetin, aunque en verdad se trataba de Julia Rimero, una de las mozas de almacén. O el hombre bajo y delgado con vaqueros y camiseta negra era Luis Gradientes, uno de los locos chicos de diseño, nada más lejos del cargo de ayudante del director adjunto que ocupaba. Elvira confeccionaba su particular mosaico de historias y personalidades durante las siete horas que duraba su jornada. Porque siete horas dan para todo tipo de fabulaciones y especulaciones.
Y es que Elvira no se movía de su cómoda y modernísima silla ergonómica. Desayunaba sentada en su puesto, discretamente, eso sí, para que nadie notara que estaba comiendo. Por nada dejaría la centralita desviada al teléfono de los de seguridad o al del conserje. Ningún rey cede gustoso el dominio sobre su territorio, y ella no iba a ser menos. Solo se levantaba una vez, siempre al cabo de tres horas, para ir al baño a orinar, retocarse el maquillaje y lavarse las manos. Adoraba su empleo, su cubículo y su silla de nave espacial. Adoraba su existencia ordenada.
Elvira despertaba todas las mañanas a las seis y media, se duchaba, tomaba un café con leche y una torta de arroz, se preparaba el termo y el bocadillo de pan integral con jamón cocido sin sal y salía a buscar el metro una hora después. Ante todo, el orden, la pulcritud, las rutinas cotidianas tan necesarias para que la vida resultase apacible, lejos de sobresaltos e imprevistos. A Elvira le gustaba la calma que le proporcionaba la inmovilidad, incluso el inmovilismo. Le gustaba saber lo que había que hacer en cada momento; la seguridad que le confería ser capaz de relacionar un nombre de persona o de sección con un número determinado. Disfrutaba con la idea de que llegaría a casa a las cuatro menos cuarto. Sentada en la cocina, comería su verdura y la pieza de pescado o carne a la plancha mientras repasaba las noticias en el móvil. Luego se tumbaría veinte minutos en el sofá, y el resto de la tarde lo emplearía en sus actividades, dependiendo del día de la semana. Cuando algo perturbaba esta rutina, las cosas comenzaban a ir mal. Porque Elvira, además de feliz y realizada, era un poco hipocondríaca. O mucho, como se descubrió después de haber leído la noticia en la sección de ciencia y tecnología.
Y Rosa Freguillas acumuló su parte de culpa en lo sucedido. Rosa era una de las mujeres de la limpieza. Con su uniforme verde alcachofa y su carro de artilugios y productos olorosos, se pavoneaba por el vestíbulo exhibiendo una amplia sonrisa y hablando con unos y otros. Elvira la detestaba. Aborrecía la figura baja y rechoncha, la voz que se oía a través de los paneles de su cubículo; el hecho de que rompiera su sagrada norma de identificar los rostros a su conveniencia y, sobre todo, por encima de cualquier otra consideración, se le indigestaba semejante despliegue de movimiento. Rosa representaba todo cuanto a Elvira le producía ansiedad y dolor de cabeza. Y la odiaba.
Aquel lunes de junio, el mundo de Elvira se vino abajo cuando leyó la siguiente noticia:
El estatismo puede aumentar el riesgo de enfermedades graves.
Recomiendan trabajar de pie o dar paseos ligeros y regulares.
Aconsejan que las empresas fomenten un entorno de trabajo más activo.
Elvira empezó a sudar. Abandonó la torta a medio comer, apartó la taza de café con leche y continuó leyendo:
Las personas que trabajan en oficina deberían estar de pie un mínimo de dos horas diariamente en horario laboral (…) Pueden incrementar el riesgo de padecer una enfermedad grave y muerte prematura (…) Los empleadores deben advertir a sus trabajadores de los peligros de permanecer largo rato sentados.
—Jesús, María y José… —murmuró horrorizada.
Al día siguiente, Elvira llegó dos minutos tarde al trabajo, pálida e indispuesta. Entró en su cubículo y miró con recelo la portentosa silla ergonómica. Se sentó, activó la centralita y se dispuso a iniciar su jornada. Pero enseguida percibió que algo iba mal. Cuando atisbó la gordura en movimiento de Rosa Freguillas, sintió que el corazón le daba un vuelco. Le costó varias llamadas y unos cuantos errores de conexión darse cuenta de que su sentimiento hacia esa mujer estaba cambiando, aunque no atinó a comprender en qué dirección. No podía despegar los ojos de la limpiadora cada vez que esta atravesaba el vestíbulo empuñando sus bártulos.
En realidad, todo empezó a cambiar a partir de aquel martes. Las siete horas de la jornada laboral de Elvira se convirtieron en un infierno. Por más que movía los pies y las piernas, por más que levantaba el trasero y volvía a dejarlo caer sobre la silla; por más que alzaba los brazos y batía palmas se sentía terriblemente amenazada. El dolor de cabeza era constante. Le dolía el estómago y tenía calambres, sin duda síntomas de alguna enfermedad provocada por el sedentarismo. Se equivocaba al pasar las llamadas y se olvidaba de transmitir encargos.
Entonces, después de una semana de amargura, comprendió la naturaleza del sentimiento que en ella avivaba la limpiadora: era envidia. Rosa Freguillas se movía. Todos aquellos a quienes Elvira había despreciado a causa de sus trabajos anodinos se movían: su padre en la calle, su madre paseando, sus hermanos arriba y abajo en las tiendas, incluso sus cuñadas ejerciendo de madres y esposas. Ninguno de ellos padecería enfermedades graves o moriría prematuramente. De no ser por Rosa, Elvira quizá jamás se habría percatado de aquella verdad absoluta: ella, que se había creído superior, estaba condenada porque hacía años que durante siete horas al día permanecía anclada a una silla fantástica. No había tiempo que perder, si es que le quedaba tiempo.
Nadie entendió por qué Elvira Cuadrado decidió dar su sofá a una familia marroquí, además de todas sus sillas menos una de la cocina, y mucho menos por qué abandonó el empleo con el que ganaba unos buenos mil doscientos euros al mes. Y tampoco nadie entendió por qué en julio hubo de ser ingresada con un severo cuadro de agotamiento físico y nervioso.