Hoy estaba doblando ropa y, de repente, me he sorprendido con un pantalón de pijama en las manos, la mente ausente, intentando atrapar un pensamiento que se me resistía, escapaba, quizás como una defensa. Cuando he sido capaz de darle forma, de concretarlo, una lágrima resbalaba ya por mi mejilla.
Seguro que a muchos de vosotros os ha pasado. Bueno, a unos cuantos de vosotros, al menos. Seguro.
Durante un tiempo, pongamos un año, tienes pareja. De tanto en tanto, viene a tu casa y se queda a dormir, una noche, dos, tres. Puesto que no vive contigo, pero ya tiene espacio en ella, material y emocional, deja un pijama, como testimonio de una ausencia que cada poco se torna presencia. Y cuando vuelve, cuando cruza el umbral entre su vida y la tuya, tiene su pijama en la mesilla de noche que le corresponde, la que tú no usas, la del otro lado de tu cama. Esperando.
O bien… Tienes una amiga en otra ciudad. Vas a verla cada poco, pongamos una vez al mes. Como es una amiga que vive sola y cuenta con un buen espacio, material y emocional, eres tú la que dejas un pijama en el cajón de su armario, y un cepillo de dientes en su cuarto de baño. Y siempre que vuelves, allí están tus objetos personales: el pijama bien doblado junto al embozo de la cama, el cepillo tras el grifo del lavabo. Esperando.
Los pijamas, prendas cálidas que nos envuelven en las noches de invierno, que conocen nuestros sueños, el roce del cuerpo querido, el sonido de la conversación amistosa. Risas y lágrimas. Canciones y películas. Frutos secos ante un libro compartido, palomitas frente a la televisión. Pijamas que en los reencuentros huelen a suavizante, o huelen a la persona que los habita porque a menudo hay quien piensa que para una vez que se han usado, no merece la pena meterlos a lavar, o simplemente porque existe el deseo de conservar ese aroma. Pijamas que permanecen allí donde se los deposita, como mudos heraldos de quienes vendrán o iremos a ocupar sus huecos. Pijamas que siempre esperan la vuelta, renovar el contacto.
Pero pasa a veces que la persona a la que quieres decide, en uno de los intervalos de ausencia, no volver a reunirse contigo. Pasa a veces que la amiga se va, te deja definitivamente al final de una enfermedad antes de que transcurra el mes previsto. Ni la pareja regresa, ni tú vuelves a la casa de la amiga. Nunca más.
Así que en una mesilla junto a tu cama o en el cajón de un armario en una casa huérfana… siempre quedan los pijamas. Tú con el de él… a saber quién con el tuyo.
Siempre pienso que si hay que llorar por algo, que sea de alegría. Después de leer esto, se me pasa por ahí dentro, que las lágrimas amargas, son tan amargas a fuerza de tanta dulzura.
Volví a leerlo. Me encanta. Lo de las distancias cortas, es definitivo.
Todas las distancias tienen su magia… solo hay que poner buen empeño en recorrerlas.