Rufino se pasaba el día de un lado a otro, recorriendo el pueblo en su BH azul oxidada. En la cesta del manillar transportaba la caja donde vivía su gallina y en el portapaquetes, hatillos y bolsas con sus variopintas pertenencias. Algunas personas, superando el recelo, se acercaban a preguntar por el ave: que sí, claro que ponía huevos, que no, no se escapaba, que no, no la había robado, se la había regalado un payés; que no, diantres, ¿cómo se iba a comer a su amiga? Que no, no se llamaba de ninguna manera, era gallina y nada más. Y como si Rufino fuera una atracción de feria, sus pulidos conciudadanos depositaban unas monedas en la caja, incluso a menudo le daban algo de comida o ropa usada.
Él, sin ser consciente de que esperaban agradecimiento, correspondía intentando hacerles comprender que el mundo está podrido de conspiraciones, que las instituciones religiosas y las logias masónicas monopolizan la riqueza del país, que los partidos políticos se alimentan de dinero extranjero, que los barcos de piratas acabarán con el comercio internacional… Lo oía en radios y televisiones ajenas, lo cazaba al vuelo en las conversaciones de la gente, que no era tonto, vamos, y se daba cuenta de la precaria situación actual. Rufino no acababa de entender por qué nadie le hacía caso. Todas aquellas maquinaciones no podían aportar nada bueno, pero a los habitantes del pueblo por lo visto no les importaba y descartaban sus advertencias. Y la inmensa mayoría le rehuía.
Rufino comía suficiente por gentileza de lo que los vecinos tiraban por las calles o en los contenedores y se vestía gracias a las bolsas de ropa abandonadas en las esquinas. Pero si hasta contaba con un par de zapatos de repuesto y unas botas para la lluvia que pendían del sillín de su bicicleta. En una bolsa de supermercado atada al manillar tintineaban botecitos de muestra de jabones de ducha, champús para todo tipo de cabello y sobres de cremas, tubitos de dentífrico y hasta minicepillos de dientes, aunque en honor a la verdad, hay que decir que Rufino iba sucio y olía bastante mal. ¿Qué culpa tenía él si las dos fuentes públicas estaban fuera de servicio la mayor parte del año porque había quienes arrancaban los grifos para vender el hierro a kilos? Y llover, no llovía demasiado.
De lo único que Rufino carecía era de una casa, por eso le llamaban vagabundo. Se la habían quitado hacía más de cinco años, y lo habían apartado de la normalidad, de la ortodoxia de las existencias ordenadas… y de la cordura convencional.
Así pues, al atardecer, cuando las piernas le flaqueaban de cansancio por tanto pedalear, cuando su gallina comenzaba a cacarear indignada por la inmovilidad, cuando sentía el peso de la vida que como unas alforjas colgaba de su BH, Rufino rodaba con parsimonia hacia el camposanto. Se colaba en su interior por la parte trasera, puesto que el vigilante cerraba la verja principal a las siete, y ya no se podía acceder al recinto. Jenaro hacía la vista gorda, pero no podía dejarla abierta para Rufino. Había un hueco en el muro entre cipreses que el Ayuntamiento no reparaba porque en realidad ¿a quién puede preocuparle un boquete en la tapia del cementerio? Rufino escondía la bicicleta entre los arbustos del camino viejo y empleaba un buen rato en acarrear sus bártulos: el hatillo, el calzado, las bolsas, la caja con la gallina, y lo metía todo en el panteón donde se guarecía durante las noches.
Allí dentro, al amparo de la muerte anunciada que aguarda, Rufino disponía de una esterilla y dos mantas raídas. Cuando se tumbaba, callado en medio del silencio, daba gracias a la familia rica que se había hecho construir el monumento funerario y rezaba para que sus miembros tardaran muchos años en precisar de él. Sabía que eran cinco, un matrimonio y tres hijos, muy jóvenes los padres aún, muy pequeños los niños, lo cual le proporcionaba una gran sensación de seguridad. Habrían de pasar años antes de que personas en la flor de la vida necesitasen habitar el panteón. Mientras Jenaro continuase siendo vigilante y él fuese cuidadoso y considerado con el lugar, no le faltaría techo durante mucho tiempo.
Aquel sábado, abrigado bajo sus cobertores, Rufino escuchó ulular de sirenas no demasiado lejos. Provenían de la carretera, quizá de ese cruce de cinco calles tan peligroso que él siempre procuraba evitar. Elevó una plegaria por si acaso había habido víctimas y, tras dar las buenas noches a su gallina, se durmió feliz, sin imaginar siquiera que un accidente de tráfico puede saldarse con cinco vidas, como había sucedido. Cinco jóvenes vidas.
Cuando después de dos días vio el luctuoso desfile de cinco féretros desde la brecha de la tapia, Rufino lloró, y no solo porque de nuevo se había quedado sin casa. Cinco vidas tan jóvenes eran un precio muy alto para un panteón recién estrenado. Con su gallina en brazos se sumó a la comitiva y, pese a que amigos y familiares de los fallecidos se apartaban de él entre susurros de rechazo y repugnancia, consiguió llegar junto al monumento. Él solo quería rezar, pero Jenaro, con todo el disimulo del que fue capaz, le entregó su esterilla y sus mantas y le instó a abandonar el cementerio.
No había espacio entre los muertos para el vagabundo.
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Me lo guardo. Chapó.
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