Sentado ante la puerta de su casa, Adson contemplaba con orgullo las Nike viejas que había encontrado revolviendo la basura. Un tesoro en sus pies. Tenía quince años y le habría gustado ser atleta. Pero era negro y pobre, una sombra como una mácula en la ciudad preolímpica, un tumor marginal que sobrevivía. Sin embargo, nada le impedía soñar: un gran estadio, la multitud coreando su nombre.
No vio a los policías militares, pero sí escuchó la desgarradora advertencia de su madre. Las punteras de unas botas brillantes rozaron las de sus Nike astrosas. Adson no entendió las palabras que vociferaron, diluidas en el estruendo de una detonación cuyo ruido conquistó todos los rincones de la favela.
Doblado sobre sí mismo, sangrando, pasó por debajo de las piernas abiertas de un agente y echó a correr. Le dolía el aire, le dolía la vida en el pecho. Sus Nike pisaban desechos y vertidos, pero corrían, azules y blancas, esquivando niños harapientos, recorriendo pasajes laberínticos, con el lamento de su madre pegado a los talones.
Adson ensuciaba el sueño olímpico, y el sistema, con su implacable método de limpieza, se desprendía de las manchas a golpe de gatillo.
Llegó al borde de la favela y cayó. Alguien se agachó a su lado.
—Tranquilo, muchacho.
—¿He ganado?
—Claro que sí.
—Han sido las zapatillas… Y no las robé…
Adson sintió el abrazo y cerró los ojos.
La miembro de Amnistía Internacional lo estrechó hasta que el chico cruzó la meta definitiva.