Hoy es el día, sí. Santa Cecilia. Yo no sé qué tenía que ver la buena mujer con la música, pero ahí queda. Prometo informarme.
Os dejo este monólogo, en clave de humor. Me ocurrió a mí, solo que soy mujer, solo que no iba bebida. Y mi acompañante era un hombre.
Que sí, que se lo digo yo, caramba, que ser ciego tiene su gracia, bueno, al menos a posteriori después de las anécdotas que le suceden a uno. Y si no me cree, mire usted lo que puede dar de sí semejante circunstancia.
Estaba yo en el banquete de la boda de unos primos, una cena por todo lo alto. Un acontecimiento muy musical puesto que tanto los novios como buena parte de los invitados pertenecían al mundo de la ópera y aledaños, lo cual se tradujo en arias de celebración, brindis con do de muchos pechos, tanto planos como protuberantes, y serenatas al piano. No se figura el calor que hacía en el segundo piso del restaurante, en pleno mes de agosto, a pesar del aire acondicionado que, supuestamente, funcionaba.
Una de las invitadas, amiga del novio, que se sentaba a mi lado, me propuso salir a la calle para tomar el fresco. La había conocido ese mismo día, una chica la mar de divertida, atractiva, al menos a juzgar por la voz, sensual, un tanto afrutada, sí, sí, como el vino. Vamos, que no me lo pensé dos veces. Me cogí de su brazo, tan campante, y ella, esforzándose por ser natural, aunque con ese matiz asustadizo en la voz que delata a los principiantes, me preguntó qué debía hacer para guiarme con… ¿cómo lo dijo? Ah, sí, con garantías. Garantías de no estrellarme, supuse yo, así que me apresuré a tranquilizarla, indicándole que caminara con confianza, sin miedo, que yo la seguía. Y eso hizo mientras atravesábamos el atestado comedor, sorteando esquinas de mesas, sillas fuera de lugar y gente arracimada aquí y allá.
Cuando llegamos a las escaleras, sin embargo, mi acompañante se detuvo, y noté la indecisión emanando de la tensión de su cuerpo. Ah, esa tensión tan característica que habla por sí sola como diciendo, y ahora qué, en qué berenjenal me he metido. Total, que volví a asegurarle que no había nada que temer, que bajara sin miedo, que yo la seguía… pese a las copas de más, ya sabe usted, que si el aperitivo, que si el vino blanco para los entrantes de pescado, que si el tinto para la carne, que si el cava, que si los chupitos… Admito que iba lo que se dice un poco ciego, claro, ciego al cuadrado, como diría un buen amigo mío, pero incluso así mi capacidad de moverme con soltura no había mermado en ningún momento del recorrido.
Durante el descenso de tres largos tramos de escalones que mi acólita se empeñó en ir contabilizando, no sé muy bien con qué propósito, fui todo palabras de aliento, instrucciones rápidas y concisas sobre acompañamiento de ciegos porque, a pesar de mi probada destreza, ella se conducía con una lentitud pasmosa, por no decir desesperante. Vamos, que podría haberse diplomado en la materia, si bien mis esfuerzos no cosechaban resultados. Presumo que en su mente un tanto ofuscada por los vapores etílicos me imaginaba despanzurrado contra el suelo tras despeñarme escaleras abajo rodando sin remedio, suceso luctuoso del que se alzaría como única culpable. Pobre chica, tuvo que pasar un calvario, lo sé, pero entonces yo no me di cuenta, sumido como iba en mi afán pedagógico y en el deseo de llegar a la calle y aflojarme la corbata, el cuello de la camisa y lo que hiciera falta.
Pues como le decía, íbamos tan despacio que daba un paso y me detenía tres, más o menos, paso arriba paso abajo. Nunca unas escaleras se me hicieron tan largas, créame. Y ella venga a contar peldaños, por más que la reconviniera, con cariño, por supuesto, que tampoco hay que ser cruel con las almas atrevidas y generosas.
Así, despacito, muy despacito, llegamos a la planta baja del restaurante. Faltaba muy poco para alcanzar la meta, el ansiado exterior, el anhelado frescor de la noche de verano. Señor, qué ganas tenía yo de echarle mano a un cigarrito, además de los mencionados aflojamientos. Imagínese mi avidez, ya casi convertida en obsesión por ganar la puñetera calle. ¡Qué tortura! ¿Y no va la chica y, en el colmo de la lentitud, cuando era del todo imposible ir más despacio, me suelta: «¡piano, piano!».
Yo que me giro, muy digno, muy consciente y muy cabreado ya, arrepentido de haber aceptado la proposición de la no tan atractiva señorita que, bien pensado, parecía más vieja que joven, más verbal que sensual, y le suelto a mi vez: «Pero ¡por el amor de Dios!, ¿cómo que piano piano, si no vamos más lentos porque no nos hemos entrenado antes?».
Así que, de nuevo temerariamente digno, me arranco a caminar para demostrarle a la tortuga recelosa, miedosa y torpe, qué narices, que yo, aun con seis o siete copas de más, u ocho o nueve, ciego doble o triple, puedo apañármelas muy bien para caminar a velocidad humana sin ningún problema ni tropiezo…
Y de repente ocurre… justo ahí, el dolor agudo, penetrante, ese dolor que te dobla en dos, ese suplicio que convoca todos los firmamentos, los conocidos y los ignotos, oh, demonios, diablos y entes infernales varios… Jadeo, o mejor lo intento, pues la cruda realidad es que me he quedado sin aire…
Y mientras lucho por recuperar la entereza y la verticalidad, oigo la voz de la chica proveniente de un punto lejano en la nebulosa de mis sentidos explicándole a alguien que se interesa por lo sucedido, que ella me ha advertido de la presencia del instrumento, y que aun así yo me he lanzado como un toro contra el lateral del teclado.
Ya ve usted, amigo mío, para que luego digan que la música es saludable y beneficiosa. ¡Quizás para el espíritu! Pero ¿ve usted cómo se está riendo? Lo que yo le decía.
Muy divertida situación.