La utilidad de la desmemoria

Celia sale al balcón a tender la ropa que ha encontrado en el cesto, en medio del comedor. Anochece, y el crudo invierno de la sierra se precipita sobre ella. Unos segundos de tiritona y parpadeos. Junto a la lavadora, montones de ropa sucia trepan hasta el borde de la baranda. Ella los contempla, incrédula, como si alguien los hubiese depositado aquí a saber con qué intención. Mientras pone pinzas a decenas de calcetines, lucha por comprender qué ha podido pasar con la ropa.

A Celia se le hacen cuesta arriba las tareas domésticas. Por las mañanas organiza la jornada con la meticulosidad de sus años como secretaria de dirección, convencida de que lo sacará todo adelante. Pero al caer la noche, como hoy, se da cuenta de que apenas ha hecho nada y no puede colegir en qué ha empleado las horas. Entre prenda y prenda, sus manos se detienen y su mente comienza a enviar señales confusas que la aturden. Se le echa el tiempo encima, y tiene que ir a recoger a su marido al colegio. Pinza. No, ya es de noche, el colegio cerró a media tarde. Pinza. Ah, no, no, es ella la que tiene que ir al colegio, pero no recuerda si ha hecho los deberes, y doña Luisa es muy estricta. Pinza. Todavía tiene que sacar al perro. Pinza. ¿O ya murió?

De pronto, siente la zarpa del frío en la espalda y se da la vuelta. El sol se ha escondido detrás de los cerros, y todavía le queda medio cesto por tender. Sacude la cabeza, suspira, estremeciéndose, y se apresura.

Cuando termina, se dispone a entrar en casa, pero se da de bruces contra la puerta. Intenta desplazar una corredera que no se mueve. ¿Quién la ha dejado encerrada en el balcón? ¿Por qué? Miedo. Golpea con el puño y llama a su marido.

Está helada, y los golpes le duelen. Sigue aporreando el cristal, hasta que algo en su interior le recuerda que vive sola, que Rafael murió hace años. Y no tiene el móvil.

Celia se asoma por la baranda. La calle está desierta, siempre está desierta excepto en época de vacaciones. Grita, por si alguien la oye, y recibe el silencio como respuesta. Durante largos minutos combina los gritos con los golpes en la cristalera.

La temperatura desciende vertiginosamente, y Celia comienza a sentirse entumecida. Pierde la voz cuando el helor insoportable se instala en su garganta. El viento gélido acuchilla su rostro y congela las lágrimas que quedan prendidas de las pestañas.

Ahora, Celia recuerda que es ella quien ha cerrado la puerta y piensa que morirá de hipotermia. Agotada, se acurruca en el rincón más resguardado del balcón. Las noches en la sierra rozan los seis o siete grados bajo cero. No podrá sobrevivir hasta el día siguiente.

Entonces, en medio de su confusión, repara en la pila de ropa sucia, y una luz de esperanza caldea su entendimiento. Rígida, se pone en pie con dificultad y escarba en el montón como un mendigo rebuscando en la basura. Entre risas y lágrimas se embute varios pares de calcetines, dos camisetas térmicas, un pijama, las mallas que usa para hacer yoga, una sudadera, un chándal, un gorro de lana, la bufanda y una bata de andar por casa.

Vuelve a ovillarse en el rincón, se cubre con el resto de la ropa y, poco a poco, va entrando en calor. Finalmente, hecha un bulto maloliente, apestando a pies y sudor, se queda dormida mientras agradece vagamente haber olvidado hacer la colada durante días.

 

Imagen cedida por Elena Navarro.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

Los lectores piensan

  1. Bé, aquest escrit que en un principi m’ha produït angoixa, ja saps que soc claustrofòbica, fa que em doni compte que tenim imposades una sèrie d’obligacions a diari que, si deixes de fer-les algun dia, pel motiu que sigui, et persegueixen fins i tot quan dorms.

    La història m’ha agradat.

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