Querido y odiado bastón blanco

 

Al inicio de la promoción de mi libro, en la sesión de fotos para una entrevista que aún no se ha publicado y de la cual espero poder avisaros con tiempo, aunque me entere el mismo día, el fotógrafo quiso jugar a hacer figuras con mi bastón. En esos momentos pensé en vosotros, y en que cuando pudiera os explicaría algo sobre la experiencia con él (el bastón, se entiende).

 

Nuestra relación ha sufrido altibajos, como cualquier relación.

 

Cuando pusieron uno en mis manos por primera vez, contaba catorce años. No dejaba de ser un artilugio incómodo, rígido y bastante pesado (fue más tarde cuando comenzaron a comercializarse los bastones plegables y livianos). Enseñar a utilizarlo es algo que corre a cargo de profesionales en orientación y movilidad y allá que nos pusimos a la tarea.

 

Era verano, hacía un calor de miedo en la ciudad, pero yo me sentía eufórica. Aprender a moverme sin andar cogida del brazo de alguien constituía todo un reto y la sensación de libertad y autonomía resultaba excitante. Mmm… Además, el profesor que me daba las clases era un chico joven muy atractivo del cual quedé convenientemente encandilada haciendo honor a los requerimientos de la adolescencia.

 

Fueron unas semanas intensas en las que se hizo preciso empaparme de numerosas técnicas, estrategias, habilidades y conocimientos que exigían una elevada dosis de concentración y paciencia. Mi mente bullía y un Pepito Grillo susurraba constantemente al oído de mis sistemas de alerta:

 

«Escucha bien el tráfico, no cruces hasta que no oigas rodar los coches que van por la perpendicular. ¡Cuidado con los bordillos rebajados!, a ver si vas a encontrarte de repente en medio de la calzada sin advertirlo. Circula bien por tu derecha y no confíes en que los transeúntes te vean, es más probable que tú les esquives al escucharlos porque la mayoría de ellos irán sumergidos en sus pensamientos y te arrollarán. Atención a los andamios mal protegidos (hum, casi todos) pues el bastón pasará por debajo alegremente y tu despejada y juvenil frente será la que se empotre por arriba contra los hierros. La forma más segura de no caerte a las vías de tren o metro es deslizar el bastón por el borde exterior y caminar en paralelo al agujero… Ay, si es que los aterrorizados usuarios que te vean no se alarman tanto pensando que vas a dar con tus huesos abajo que tironeen de ti hasta lograr adosarte a la pared más lejana. A la hora de atravesar un espacio abierto, una plaza, unos jardines, busca referencias como bancos, parterres de hierba, y trata de ubicarte con los sonidos de tu entorno, no sea que acabes paseando tan feliz entre palomas, totalmente desorientada. Si te pierdes, pregunta, como todo hijo de vecino aunque… Esto… “Sí, gira por allí, cruza allá y sigue por esa calle”, así, con la mejor buena intención de un ciudadano, señalando direcciones con un dedo… como que no ayuda demasiado. Deja el bastón relajado delante de ti en vertical en el momento de bajar escaleras, así detectarás cuando llegas al final… ¡y no cuentes los peldaños!, o verás qué fácil es descontarse y bajar rodando. Si oyes niños, aminora el paso, suelen plantarse delante a mirar como llegas y es fácil envestirlos… Y no te sientas demasiado culpable cuando alguien que sí ve pero no mira por dónde va acaba con tu bastón entre sus piernas y cayendo estrepitosamente, provocando gran confusión y doblándolo de tal modo que resulta complicado llegar en condiciones a destino si no llevas uno de recambio. Además del daño que podáis haceros. ¡Uf!»

 

Obras, agujeros, motos aparcadas en las aceras, coches estacionados en los pasos de cebra, señales de tráfico, contenedores, farolas, cartelería de restaurantes y bares, mesas y sillas, ¡una caja de fresas maduras en mitad de la acera donde meter los pies y hacer batido refrescante! Toldos a la altura de frente y nariz donde golpearse, ruidos de martillos hidráulicos que desorientan, caceroladas contra esto o aquello que impiden escuchar el tráfico y te incapacitan para cruzar con seguridad una calle…

 

Nooo, no es una película de terror, es sólo la realidad. Por lo general, llegas sana y salva a casa, aunque a veces tengas la sensación de haber participado en una carrera de obstáculos. Siempre hay personas amables que te indican correctamente, que te ayudan a cruzar, que te acompañan hasta el portal de esa tienda que se te resiste. Pero también es igual de cierto que la falta de civismo de unos pocos dificulta la movilidad de muchos y, a pesar de que se han hecho campañas de concienciación y sensibilización desde diferentes ámbitos, no hemos mejorado demasiado. Y eso ha causado que a menudo viertas lágrimas de impotencia cuando te haces realmente daño por culpa de los malos hábitos de los demás.

 

Tal como dije al principio, mi relación con el bastón blanco ha pasado por varios estadios. La euforia de los primeros meses se vio empañada por los miedos y prevenciones de mis padres (supongo que propios de padres) que me hicieron abandonar poco a poco la valentía de los inicios. Después llegó la temida timidez al comenzar en el instituto, la vergüenza de llevar bastón… y lo arrinconé por completo, dejándome acompañar por mis compañeros de clase. Es duro sentirse paquete y no ser capaz de plantar cara a la situación, pero es lo que se dio durante un tiempo, y ahí queda, anotado en mi lista negativa.

 

No me reconcilié con él hasta bastante después, cuando por cuestiones de trabajo tuve que desplazarme diariamente a Barcelona, utilizando para ello tren, metro y siendo preciso caminar a lo largo de varias manzanas hasta llegar a mi destino. Luego volví a guardarlo en un cajón, relegado por mi perra guía (esa es una historia que ya conocéis) y finalmente volvió a mí, con menos bríos, útil pero no amado, siempre presente pero sin grandes aprecios. A pesar de todo, tengo que agradecerle que haya hecho de mí una persona independiente y capaz de movilizarse, con más o menos soltura, como cualquiera.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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