Cómo me pesan las piernas, Jesús. Me cuesta encontrar un sitio. todos con el móvil, qué vicio tan feo. Hay que entregar los papeles, pero cada vez que se abre una puerta, ni tiempo tengo de ver dónde está la muchacha ni de preguntar de qué médico es. En una mano sujeto fuerte los míos y, en la otra, el numero de la maquinita, que parece un noventaiuno. Jesús, cuantísima gente. Ya es que veo y escucho muy poco. Con lo bonito que era cuando llamaban a las personas por su nombre, bien fuerte, así de paso te enterabas de quién era quién, que yo me enamoré del nombre de mi Marido que en paz descanse al oírlo cuando el doctor visitaba todavía en su casa.
Me encuentro muy mal, tengo una náusea… La he llamado a la muchacha, que mire a ver si puedo entrar ya, pero no me habrá oído. Y esto se está vaciando. Claro, si es que el noventaiuno es un número altísimo. Tienen tanto trabajo…, pero me mareo. Ay Jesús, ¿para qué pondrán ahora la calefacción? ¿En pleno verano? Creo que… Ay, Jesús, ay…
—¿Por qué no entró antes la señora, enfermera?
—No sé, doctor, insistí llamando su número y no respondió. Tenía el dieciséis.