Una forma diferente

Es divertido ver cómo reaccionan algunos videntes cuando de repente se va la luz. Pasan a sentirse vulnerables, inseguros, caminan arrastrando los pies con las manos por delante y el cuerpo hacia atrás, como protegiéndolo de los posibles golpes, e incluso la misma oscuridad con sus matices les juega malas pasadas, tales como imaginar que el marco de una puerta se les viene encima. Todo es cuestión de práctica o costumbre. Todo se puede entrenar.

 

A veces me preguntan cómo podría enseñar a tocar, a percibir con las manos a los que ven. Formas hay, desde luego. Yo era vidente, y de repente fui ciega. Y esta fue mi experiencia.

No puedo ser romántica al recordar mis últimas imágenes, nada de una bella puesta de sol, o una delicada flor, o el rostro de mi madre. Ja, creed lo que voy a deciros. En aquel día previo a la operación definitiva, salió publicada en la revista Interbviw (creo que era ésa, pero no puedo estar muy segura porque no sé qué haría en manos de mi madre) la fotografía de no sé qué jugador de fútbol de la liga de no sé dónde que al dar un salto perdió sus pantalones, o se le rompieron, no recuerdo, dejando sus partes al aire. Mi madre me lo explicó, y yo insistí en destaparme el ojo y verla. El desprendimiento de retina apenas me permitía distinguir más que un borrón, pero así y todo no puedo negar que fue lo último que vi, porque las luces del quirófano no cuentan.

Al día siguiente, tras la operación, aun con los dichosos parches asépticamente colocados, supe que estaba ciega, no había luz más allá. Y empezó un mundo de sonidos, olores y texturas que hasta entonces me había pasado desapercibido. No hubo transición.

Mis padres, familiares y amigos que iban a visitarme, las enfermeras y auxiliares, los médicos, pasaron a convertirse en voces y olores de colonia, de sudor, de champú. Las sábanas ya no eran blancas sino de rasposo algodón. Los peluches de regalo eran de repente más suaves, o más blandos, o menos agradables. Las radionovelas de Radio Nacional que me entretenían aunque apenas comprendía, se transformaron en imágenes en mi cabeza y comencé a verlas como si se tratara de la televisión. Oh, y esos libros que mi padre empezó a leerme por primera vez resultaron ser no sólo relatos de aventuras, sino maravillosas películas que desfilaban por mi mente con increíble claridad.

Cuando me dieron el alta y pude levantarme de la cama después de largas semanas postrada, mi madre estaba a mi lado. “Mamá, ¿por qué estás sentada?”, le pregunté. Dios, y no era que estuviera sentada sino que yo había crecido unos cuantos centímetros. Fue aquel insignificante detalle el que me hizo comprender que todo había cambiado, que las perspectivas desde las que debía relacionarme con mi entorno no serían las mismas. Iba a tener que utilizar mis manos para ver, y mis oídos. Y no me parecía que fuera a ser sencillo. Había escuchado historias sobre ciegos que parecían poco menos que superhéroes. Había visto películas en las que el protagonista invidente desplegaba habilidades ingeniosas para salir airoso de cualquier situación. En ese momento dejé de creer en todo eso. No surgió un radar de mi cabeza. Iba a tener que currármelo, sí, y mucho.

No somos héroes. Lo que somos capaces de hacer nos cuesta un aprendizaje, a veces una buena dosis de frustración hasta alcanzar resultados. No tenemos un botón que al pulsarse despliegue aplicaciones listas para ser usadas. En cuanto a las limitaciones, por supuesto existen, quien me diga que no es que tiene una ceguera mal asumida, aunque la disfrace de adaptación total. También es cierto que otras las creamos nosotros mismos, y llegan a ser tan insalvables como las de verdad. Y no es válido eso de que fulanito lo hace. Claro que sí. Lo que fulanito hace o consigue o puede, para mí quizá es inalcanzable, por mis circunstancias, por mi forma de ser, por ese cúmulo de inhibiciones inherentes a cada persona. Como en todos los campos, generalizar no es aconsejable.

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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