Viajar

Va llegando el momento de planificar las vacaciones y pensar si es posible pasar unos días fuera del lugar de residencia. Otros ya tienen lista su fantástica luna de miel (un guiño cariñoso a Juanjo y Núria, con dedicatoria del post para ella, insaciable viajera). A algunas personas les sorprende o extraña que pueda gustarme viajar. No hablo de desplazarme, lógicamente, sino de conocer otros sitios, de hacer turismo, vaya. ¿Qué tiene de diferente para ti una ciudad de otra, sin no las ves?, es una pregunta habitual. Y entonces es cuando hay que comenzar a cambiar el chip. Realmente los que ven, cuando llegan a un nuevo lugar se empapan de todo cuanto perciben a través de la vista. Normal, es su vínculo con el exterior. En cambio a mí las sensaciones me alcanzan vía oído, olfato, tacto… Incluso gusto. No voy a teorizar, sólo explicaré experiencias que espero sean suficientemente esclarecedoras. Cerrad los ojos e imaginad.

Un pueblecito de León… el olor espeso, penetrante pero no desagradable de las cuadras con vacas, caballos y cerdos. Dios, la alfalfa recién segada deja unos rastrojos tiesos como púas que lastiman los pies y los tobillos si no vas con cuidado, o lo que es lo mismo, si has tenido la mala idea de ir al campo en sandalias. Montar a pelo sobre el percherón me hace sentir bien, percibo su mansa vitalidad y llega hasta mi nariz el aroma cálido de su piel. Es genial revolcarse sobre el grano de trigo recién trillado que se derrama como una cascada desde el remolque del tractor… ¡pero qué insidioso polvillo que se mete en todos los orificios! Hum, preferiría no escuchar el camión del lechero a estas horas de la mañana, con ese estrépito infernal de bidones metálicos. El intenso calor tiene sonido, suena a pesadez, a cigarras, a moscas.

Fascinante pueblito próximo a Bruselas. El bosque alrededor huele a profundidad, noto la altura de los árboles porque el sonido queda apresado bajo sus frondosísimas copas, como si no tuviera por donde expandirse. Si callo, el silencio es un estallido de vida que rebulle en la hierba espesa y húmeda. Cruje alguna rama y una especie de bronco reclamo se eleva ceremonioso… y me doy cuenta de que estoy escuchando a un ciervo en libertad. La lluvia torrencial repentina me envuelve y además de quedar empapada, siento que he de fijar los pies descalzos en el suelo, en la tupida hierba, y en ese momento la comunión con la tierra me hace estremecer mientras su intenso olor me penetra e inunda como lo más vivo que he podido experimentar.

Manhattan me aprisiona y oprime contra el suelo. La sensación de que no hay espacio abierto encima de mi cabeza es al principio asfixiante. Ah sí, bueno, también asfixian el humo de los vehículos, el vapor que emana de las alcantarillas o rejillas del metro, la multitud en las calles. Manhattan huele a humanidad, a combustible quemado, huele a cebolla frita en las esquinas, a mil perfumes. Suena a cientos de idiomas, a sermón de predicador subido en un tonel, a rap a todo volumen, a metro chirriante y a ulular constante de sirenas. La ciudad hierve, está viva, es diferente a todo cuanto he visitado, se incrusta en los sentidos y hace que vibre, sude, me agote, tema, cante.

Llevo mal el tema museos, no porque sea ciega (a muchos invidentes les gustan), no soporto caminar y caminar mientras alguien me explica lo mejor que puede cuanto tengo delante, sin posibilidad de tocar nada las más de las veces porque siempre hay un vigilante que te riñe o una vitrina que lo impide. Por suerte la tendencia apunta hacia una mejor inclusión de estos espacios en asuntos de accesibilidad, pero todavía hay mucho por recorrer. No me gusta mucho visitar iglesias o catedrales, me aburro, todas huelen a incienso, a cera quemándose, todas las paredes y columnas son piedra, más o menos pulida, más o menos trabajada, pero piedra donde lo único que consigo es ensuciarme las manos de polvo. Eso no me priva de emocionarme al entrar en la catedral de Saint Patrick en pleno oficio, o en la basílica de Montserrat cuando la Escolanía canta el Virulai. Y es por lo que digo, vivo el ambiente, lo siento, lo respiro, y no siempre necesito referencias físicas para disfrutarlo.

Me gusta caminar las calles, escuchar la gente, oler los espacios, percibir la esencia de los lugares. Ahora me he vuelto un poco comodona y me da pereza viajar pero siempre he preferido el turismo urbano al rural, la ciudad me resulta más atrayente en cuanto a percepciones. Adoro la naturaleza, pero no para visitarla sino para descansar en ella, para desconectar, para pasear. También me parece importante la compañía en la que viajo. Mmm, no es lo mismo tener a alguien que sepa transmitirme una puesta de sol, la grandiosidad de un edificio, la vestimenta estrafalaria de algún personaje callejero que a otro alguien que sólo hace de guía físicamente hablando y que se pasa horas adosado a un móvil, grabando  o sacando fotos de todo sin pronunciar palabra mientras me muero de aburrimiento esperando, por ejemplo. Y tampoco es lo mismo hacerlo en compañía de otra persona ciega con la que compartir sensaciones, descubrir sabores y olores, o perderse.

Es posible que la culminación de estas experiencias la consiguiera en algún lugar de Asia o de África, pero nunca he tenido ocasión de viajar tan lejos, y puede que también llegase a saturarme hasta que me resultara una vivencia desagradable. Sí, porque una exageración de olores de todo tipo condensados en un solo ambiente puede anular mi capacidad de disfrutar. El ruido que pasa a ser estruendo me desconecta del entorno, hace que me sienta aislada. En contra de lo que pueda parecer, el sentido del oído más desarrollado no facilita captar y comprender muchas conversaciones cruzadas sino que hace que todas penetren a la vez en el cerebro con inaudita intensidad y no me entere de nada.

Todo tiene su contrapartida. Así como huelo lo agradable, me golpea intensamente lo desagradable. Así como escucho gratos sonidos, me molestan otros que a casi nadie estorban. Y tocar no siempre es placentero… “Mamá, ven, ¡mira qué bonito!” El niño, tan lindo él, coge mi mano y la acerca a su hallazgo maravilloso…, ¿será una flor? ¡Es una babosa asquerosa!

Autor: Marta Estrada Galán
Dicen que algunos niños nacen con un pan bajo el brazo. Yo asomé al mundo con un libro y un cuaderno, solo que no me enteré hasta que a los once años comencé a devorar novelas y a escribir historias como si no hubiera un ayer en que también podría haberlo hecho. Luego llegó eso que llamamos vida, donde entre lectura y lectura, me convertí en lo que soy: escritora, aficionada a los paseos, a mantenerme en forma, al canto y al radioteatro, integrante de un coro y madre a tiempo total. Convivo con mis dos hijos, mi gata Nara y mis amigos que, aunque en la distancia, siempre están a mi lado.

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